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Tierra y tiempos de terremotos y lluvias torrenciales


Duele el alma ver la desgracia caer sobre los inocentes. El terremoto que azotó el Norte de Chile destruyó poblados enteros y se abatió inmisericorde sobre nuestro patrimonio histórico y arqueológico. Para colmo semanas después lluvias torrenciales cayeron sobre el Sur de Chile. Cientos de familias quedaron sin hogar y miles fueron damnificadas. Ver tantos rostros sufrientes de niños, padres y madres hace clamar al cielo por justicia. Si hay algo que ha contribuido a la rebeldía en contra de Dios es justamente su ausencia en estos casos. Pues el hombre se pregunta: ¿Qué he hecho yo de malo para merecer esto? Y por respuesta: silencio, el mismo que laceró los oídos de Job en el Antiguo Testamento. Dicen que Voltaire perdió la fe al ver Lisboa destrozada por un terremoto. Si Dios es Omnisciente y Todopoderoso, ¿qué hizo para impedir esto u, ocurrido que sea, para remediarlo? Se preguntó el filósofo.



Con el alma partida, desde un pueblo español de la Florida, San Agustín de Ponce de León, Gabriela Mistral relató el terremoto de Chillán, el de 1939. Agobiada por las noticias que le llegaban decidió enviar un recado, con «rumbo y al azar», a los amigos de América. Pedía solidaridad con su pueblo, a los que la conocían y a los que no. En dicha carta explicaba que «La naturaleza chilena es heroico-trágica». Esa fuerza telúrica había destrozado varias veces la provincia de Concepción. Se le partía el alma pues Gabriela Mistral, siete meses atrás apenas, había estado en Chillán. Había ido en búsqueda de la vieja chilenidad, el Chile clásico. Allí tres mil niños chillanejos, «sana mocería criolla», habían desfilado en su honor. Ahora una porción de esa «carne niña» había pasado en un noche de fábula directamente al sueño eterno.



«Lo catastrófico que llena las planas de los diarios de América, no ha sido, por desgracia, exagerado. Un tercio del territorio quedó dentro de la conmoción y las mejores ciudades de la zona, logradas a fuerza de civilidad corajuda, han padecido quebranto ligero o mortal. Pero Chillán, cuna de nuestro O’Higgins esencial, fue realmente arrasada y hay que levantarla piedra a piedra; y la ilustre Concepción, santo y señor del Sur, de tan noble estampa, ha perdido barrios enteros y deberá reedificarse en buena parte».



Ella se declaraba nada de ortodoxa, pero «nunca se desprendió de Nuestro Señor Jesucristo». Por ello buscaba cifras de trascendencia, gérmenes de sentido y signos de esperanzas entre medio de tanta tragedia. ¿Realmente Dios guardaba silencio? Volvamos a leerla y tengamos en la retina de hoy a los jóvenes de un «Techo para Chile» o a muchos abnegados funcionarios públicos que recorren estos días el dolor. «Los hombres de cualquier clase y las mujeres criollas que no necesitan ser llamadas para acudir, hasta los niños que tan ajenos parecen en una catástrofe, están trabajando hace seis días en levantar esos pesados y tristes cadáveres de ciudades. No hay brazo ocioso a estas horas en Chile; y ninguna buena voluntad se rehúsa al largo sacrificio y este salvataje terrestre no tiene nombre, ni de clase ni de partido, Ä„A Dios gracias!». ¿Quién dijo que su Señor se quedaba de brazos cruzados? ¿No trabajaba por medio de los solidarios de siempre?



De ahí Gabriela Mistral saltaba a enunciar lo que creía era rasgo sufriente pero fraterno del chileno: «Estamos juntos, como en los tiempos de la vieja chilenidad, que todo hizo así, en manojo de alma, en hatillo de leños». Ä„Siete veces destruido Concepción y otras siete veces destruido Santiago, y siempre levantados de nuevo! Por eso nuestro Premio Nobel declaraba que «La desventura no ha logrado un colapso en el país de las pruebas, que siempre las vio llegar y les dio la cara».



Fuerza telúrica de un continente pobre pero creyente. Porque a la fuerza de la naturaleza debemos oponer la inteligencia, previsión y fraternidad de nuestro pueblo. Inteligencia para construir firme y bien. Previsión para enfrentar catástrofes que llegarán una y otra vez. Y mucha fraternidad. Pues si algo revelan estas calamidades es ese Chile profundo, pobre y marginado. El que no sale en los programas de variedades ni ingresa a nuestros lugares de consumo conspicuo. Ese Chile que aún clama por decencia, ya no digo siquiera justicia. Pues es indecente una sociedad cuya organización humillan a sus ciudadanos. La tarea de construir una sociedad en que cada chileno sienta que su dignidad humana es respetada y sus derechos básicos promovidos. Cuando aparecen en televisión condiciones tamañas de pobreza y la cámara se ceba en mostrar la miseria y dolor ajenos, se humilla por partida doble. A la humillación se debe responder con decencia y después con justicia, jamás con conmiseración vocinglera.



Cuando el terremoto del sesenta destruyó parte de la Universidad de Concepción, su rector llegó presuroso a su oficina. Quien me relató la escena me dice que su abogado se lamentó del desastre. El rector exclamó algo así como: «No te quejes y empieza a redactar inmediatamente una propuesta de proyecto de ley que reconstruyendo lo perdido, genere una universidad más bella y mejor construida». Del desastre de Chillán surgió la ley que creó la Corfo y abrió una etapa de desarrollo nacional: Endesa, Enap, Chilectra y Cap. «Inescrutables son los caminos del Señor».






  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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