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Democracia Cristiana: La dignidad extraviada


La Democracia Cristiana solía ser un partido seguro de sí mismo, orgulloso de su sintonía ciudadana, volcado hacia la relación con la gente y con una presencia sin parangón en el tejido social organizado. Fue protagonista de la movilización social y política en las postrimerías de la dictadura y en 1989 era un hecho prácticamente indiscutible que uno de sus líderes debía liderar el primer gobierno democrático. En materia de adhesión popular se instaló lejos como la primera fuerza política y en la encuesta del Centro de Estudios Públicos se movió siempre entre 35 y 40 por ciento de las preferencias ciudadanas desde marzo de 1990 a octubre de 1998.



Su capacidad para representar los anhelos de la mayoría de los chilenos, la claridad de sus convicciones democráticas, su fuerza organizativa, inserción en la sociedad real y mística de sus militantes, le permitieron elegir prácticamente un tercio de la Cámara de Diputados en tres elecciones sucesivas, desde 1989 a 1997.



Como se sabe, la Democracia Cristiana sufrió una importante derrota electoral en 2001, perdiendo 14 escaños y cediendo a la UDI su condición de primera fuerza parlamentaria. Antesala de ese resultado fue el cambio brusco de su adhesión popular verificado en las encuestas CEP, que en la primavera de 1998 señalaban aún preferencias de 37% a favor de la Democracia Cristiana, y al comenzar el otoño siguiente éstas se habían reducido a sólo 18%, cifra que, por lo demás, permaneció relativamente inalterada desde entonces hasta ahora (en diciembre pasado era del 17%). ¿Qué ocurrió para que en tan breve plazo prácticamente la mitad de quienes preferían al PDC dejaran de hacerlo? ¿Qué contrarió a tantas personas al punto de hacerles perder su identificación con la fuerza política que los había representado con éxito durante toda una década?



Mi tesis es que ello se debe principalmente a la incomprensión de dos fenómenos asociados. El primero, que la adhesión a cada uno de los partidos de la coalición de gobierno fue cediendo paso progresivamente al compromiso e identificación creciente de la gente con la Concertación mucho más que con los partidos que la conforman. El segundo, que la política en sus componentes más vinculados a la administración y ejercicio del poder, fue perdiendo prestigio y siendo objeto creciente de rechazo ciudadano.



Esta importante caída en la adhesión decé coincide con el periodo en que la Concertación debatía acerca de su candidatura presidencial para diciembre de 1999. Cuando la gran mayoría del electorado concertacionista identificaba a Ricardo Lagos como el principal líder de la coalición y sucesor natural de Frei en la presidencia, la Democracia Cristiana cometió el error histórico de ignorar el sentimiento compartido por su propio electorado y, en lugar de anticiparse abriendo paso a un proceso de alternancia interna en la coalición, emprendieron el camino suicida de parapetarse detrás de una candidatura sin ninguna sintonía con los tiempos que corrían, forzando a sus simpatizantes a elegir entre mantener su adhesión al PDC o adherir a Lagos como nuevo líder de la Concertación. La mitad escogió la segunda opción y, aunque entonces pensamos que podía ser un hecho provisorio, la conducta posterior del partido terminó por consolidarlo, instalándose desde entonces como una fuerza relevante pero claramente minoritaria.



En estos meses la Democracia Cristiana ha recorrido el mismo camino de hace 6 años con Lagos, resistiéndose a escuchar las señales evidentes emitidas por el electorado concertacionista de que su deseo y convicción era la de una candidatura mujer a la presidencia. No respaldó a tiempo ni con la convicción requerida a Soledad Alvear -hecho francamente inexplicable para sus adherentes- y luego ha condicionado su apoyo a Michelle Bachelet a eventuales compensaciones parlamentarias y de poder. Es posible que ocurra nuevamente el mismo fenómeno del ’99, y lo veremos ahora en la encuesta CEP, otra franja ciudadana que se distancia del partido por su impermeabilidad consuetudinaria a los cambios culturales y sociales.



Es un enorme error de diagnóstico el de quienes imaginan a un segmento importante del electorado esperando eventuales acuerdos de distribución de cupos o ministerios, para decidir su apoyo a Bachelet, Lavín o Piñera. La gran mayoría de los votantes, incluidos los que se identifican con la DC, ya tomó su opción. Y los que aún no lo hacen, están esperando otras definiciones más relevantes para sus vidas que los eventuales blindajes parlamentarios. Los candidatos de la DC al Parlamento saben muy bien que una prolongada indefinición asociada a la negociación parlamentaria, repercutirá negativamente sobre sus campañas y su viabilidad electoral. Porque la principal fuente potencial de votantes para los candidatos de la DC, PS, PPD o PRSD al Parlamento, es esa enorme cantidad de chilenas y chilenos -prácticamente la mitad del país- que adhieren con entusiasmo a la candidatura presidencial de Michelle Bachelet.



Pierde prestigio y, por ende, capacidad de identificar y representar ciudadanía, todo aquel que aparece poniendo sus ambiciones delante de sus convicciones, el que se muestra defendiendo cuotas de poder en lugar de ideas, el que aparece exigiendo coartar la libertad de la gente para elegir a sus representantes. La inaceptable presión que se ha ejercido sobre Ricardo Lagos Weber para que no sea candidato no ha hecho otra cosa que fortalecer su opción. Lo que está ocurriendo ahora es totalmente diferente al modo en que fue acogida la candidatura de Mariana Aylwin, también hija de un Presidente al término de su mandato con gran respaldo ciudadano. Entonces la actitud de Carlos Montes no fue otra que redoblar sus esfuerzos de campaña, permitiendo a la Concertación elegir dos diputados en La Florida.



Profundiza ese camino de distanciamiento ciudadano la insistencia democratacristiana de anticipar el resultado parlamentario de diciembre en varias circunscripciones senatoriales y distritos del país, pidiéndole al PPD, PS y PRSD que inscriban candidatos débiles que aseguren la elección o reelección del abanderado DC. Todo ello, como compensación porque el candidato presidencial no pertenezca a sus filas, como si se tratara de un capricho o imposición de algún partido y no el resultado de la decisión ciudadana, que entregó su respaldo mayoritario a Michelle Bachelet.



He escuchado la indignación de muchos democratacristianos que ven extraviados el orgullo y la dignidad partidaria. Porque es un diálogo difícil el que tienen con sus electores los diputados y senadores para los cuales se está pidiendo protección, porque de lo que verdad se busca proteger es de la propia ciudadanía, del riesgo de que ésta haga el ejercicio democrático de evaluar su gestión y de juzgarlos emitiendo su voto.



La tendencia declinante de la DC en el plano electoral no será revertida por el camino del subsidio y de las protecciones para impedir o limitar la expresión de la voluntad ciudadana. La vía para revertir ese proceso es justamente la inversa, saliendo del encierro al encuentro con la gente, dejándose permear por los cambios culturales que ha vivido el país en las últimas décadas, renovando su oferta de liderazgos al país, recuperando su condición de espacio de generación de ideas y su rol histórico de fuerza innovadora de la política chilena, reinstalándose en el corazón de la Concertación.



La Democracia Cristiana tiene, por su condición actual, una oportunidad única, que ya se quisieran las demás fuerzas políticas de la Concertación. Enfrenta estas parlamentarias con sólo una veintena de diputados a la reelección y otras cuarenta opciones a lo largo del país para conformar una lista parlamentaria que dé cuenta de la voluntad modernizadora y de reencuentro del Partido con la ciudadanía en toda su profundidad y variedad. La DC no puede desaprovechar esta oportunidad -no habrá muchas- para reinstalarse en la escena nacional como una fuerza política de proyección futura.



La Democracia Cristiana ha sido y seguirá siendo, sin duda un actor fundamental para la Concertación de Partidos por la Democracia. Pero esa vocación protagónica requiere una fuerza política que no avanza con ayuda de muletas sino que se para sobre sus propios pies, orgullosa de su historia y segura de sus convicciones, para buscar sintonía con las demandas y aspiraciones de la gente, apoyada en ideas y liderazgos que proyecten confianza en el futuro.





Pepe Auth. Director Programa Estudios Electorales. Fundación Chile 21.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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