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La Guerra de Malvinas: militarismo, dictaduras y democracia


Regímenes políticos y gobiernos que compartían actitudes militaristas y una visión económica similar crearon un clima de guerra y un tenebroso teatro de operaciones digno de John Le Carré. Militaristas, porque apostaron al enfrentamiento armado para obtener beneficios geoestratégicos y capital político fríamente calculados.



En 1982, los inhóspitos y evocadores mares australes del Atlántico Sur serían repentinamente transformados en cementerio de jóvenes argentinos y británicos. Los mismos Estados Mayores transandinos que habían ejecutado a miles de sus compatriotas en la Guerra Sucia, los enviarían esta vez, en calidad de conscriptos, mal equipados y sin entrenamiento, a recuperar la soberanía de las Malvinas bajo dominio británico, resabio de una intervención imperial del siglo XIX.



Una mirada retrospectiva, a la luz de los antecedentes replanteados y de testimonios fehacientes aportados por el estudio del historiador británico Lawrence Freedman, permite ver en el juego de los actores bélicos de la época, un episodio de profundo desprecio por los valores democráticos y por la vida de la gente. Cual más cual menos.



Desde el 2 de mayo al 20 de junio de 1982, las castas dirigentes de las dictadura militar argentina, junto con las elites de las democracias liberales inglesa y norteamericana, acompañadas por la dictadura pinochetista, en una trama rocambolesca, conspiraron y complotaron entre ellas. No sólo esto, sino que manipularon a las opiniones públicas nacionales e internacionales para imponer un escenario de guerra. Un cóctel explosivo de razones de Estado, de geopolítica de fines de la Guerra Fría, de mercantilismo armamentista y de delirios de poder.



Es la paz y la democracia, estúpido…



En este período de comienzos de crisis terminal de las dictaduras de las derechas chilena y argentina (en los dos países una ola de descontento social y democrático crecía), así como de rearme militar y teórico del Imperio -con Reagan y la primera camada de halcones neoconservadores al poder- la diplomacia como actividad democrática sucumbió ante la estrategia militar.



La política militar avasalló a la política ciudadana y las negociaciones y pactos secretos se tramaron entre gallos y medianoche. A espaldas de las mayorías ciudadanas argentinas y chilenas, sin acceso al poder del Estado, y de las inglesas y norteamericanas, mal informadas.



Poco o nada sirvieron la ONU, la OEA y los pactos militares latinoamericanos de ayuda recíproca para resolver el conflicto en forma pacífica.



Es la significación profunda, por encima de lo contingente (el apoyo de la jerarquía militar chilena a los británicos, el litigio por el Beagle de trasfondo y las causas del hundimiento del General Belgrano), que hay que rescatar de los episodios de la Guerra de Las Malvinas. Se trató de un enfrentamiento bélico en el que a menudo se olvida voluntariamente el factor humano-social y las consecuencias nefastas para los valores democráticos de todo conflicto militar.



Cómo omitir e ignorar que las víctimas fueron jóvenes conscriptos, en su mayoría procedentes de sectores populares argentinos (649) y también soldados de las clases laboriosas británicas (272).



En las guerras modernas e imperiales las clases pudientes no envían sus hijos a la muerte. Quienes son sacrificados en el frente son los soldados nacidos en los hogares de las mayorías ciudadanas y trabajadoras (e inmigrantes).



Pareciera de Perogrullo. Pero es lo que explica el grado de atosigamiento patriotero al que son sometidas las opiniones públicas nacionales. La propaganda de guerra y los mensajes del dispositivo mediático caen siempre, en estos casos, bajo control del aparato de comunicación militar.



La guerra ideológica y la propaganda fueron factores determinantes en la estrategia de todos los actores del conflicto de Las Malvinas. Las otras víctimas democráticas fueron la verdad y la información para comprender y debatir los supuestos de un conflicto librado según las reglas del secreto de la cultura del poder militar.



El telón de fondo fue la estrategia norteamericana en América Central. Es el contexto que explica la imprevisibilidad del actor bélico argentino y la introducción del caos en el sistema de control y de alianzas de la región establecido por Estados Unidos.



El Documento de Santa Fe (1980), redactado por el intelectual Roger Fontaine, de la Universidad de Georgetown -un halcón neoconservador-, para el gobierno de Ronald Reagan, planteaba las tesis que harían doctrina en los círculos republicanos: La norma en los asuntos internacionales es la guerra y no la paz. La «Tercera Guerra Mundial» ya ha comenzado. Contener a la URSS no es suficiente. La detente está muerta. Estados Unidos debe tomar la iniciativa o perecer.



La conexión argentina fue útil en esta nueva estrategia imperial y neoconserrvadora en ciernes.



La punta de lanza en contra de los procesos democráticos y populares abiertos en 1979 por el derrocamiento de la dictadura de Somoza en Nicaragua fueron las FF.AA argentinas. Dieron apoyo logístico, de inteligencia y entrenamiento a los grupos oligárquicos de la inestable región a pedido de Washington. Eran instructores argentinos los que entrenaban a los paramilitares y tropas regulares nicaragüenses, hondureñas, guatemaltecas y salvadoreñas. Y los que hacían el trabajo sucio que las tropas norteamericanas no podían llevar a cabo debido al efecto del Síndrome de Vietnam y a las leyes que impedían el envío de tropas sin el consentimiento del Congreso.



La opinión pública norteamericana, pese a la libertad de prensa, tampoco sabría gran cosa de los pasos de ballet y de los cuchicheos de Alexander Haig, Secretario de Estado; Caspar Weinberger, el jefe del Pentágono; Jane Kirkpatrick, la Embajadora ante la ONU; Vernon Walters, ex jefe de la CIA y Embajador itinerante, con Galtieri, Costa Méndez, Anaya y otros jerarcas militares argentinos. Los estudios muestran que cuando no hay tropas norteamericanas implicadas abiertamente en un conflicto, los medios norteamericanos no informan con rigor.



Un nuevo contexto tecnológico y estratégico



En los ’80, las mutaciones en el sector de las nuevas tecnologías de la información y letales ya habían cambiado el carácter de la guerra. La Guerra de Malvinas sería un campo de experimentación y prueba de nuevas armas guiadas por láser, misiles portátiles, morteros desechables y helicópteros de ataque nocturno, que dieron una gran movilidad con un mínimo desgaste para las fuerzas británicas.



Pero, fundamentalmente, quien controlaba la información estratégica y los instrumentos para detectar de manera rápida e inmediata los movimientos del enemigo, podría saborear la victoria. Y la superioridad en dominio de la guerra estaba en manos de la alianza anglosajona, puesto que la red satelital global para fines militares existente era controlada por los EE.UU. y las informaciones de inteligencia compartidas con los británicos desde 1980.



Era también el período del monopolio absoluto de CNN en el campo de la información global, la primera red de noticias en continuo y en directo abierta en permanencia en todas las embajadas del mundo. Pese a su aparente objetividad, la televisora planetaria de Ted Turner estaría siempre al servicio de los intereses nacionales y estratégicos de los EE.UU. Desde James Carter, la ideología de los Derechos Humanos podía también, utilizada de manera selectiva, transformarse en un arma de guerra. La guerra ideológica ya la habían perdido los militares argentinos. Las 30.000 víctimas argentinas de la dictadura eran de conocimiento mundial.



Olvidar esto no permite comprender la locura que agitaba a los Estados Mayores argentinos y el vértigo letal vivido algunos instantes por la elite castrense chilena (la tentación de lanzar un ataque precipitado con 10.000 hombres estacionados en el sur a comienzos de junio de 1982). Así como el significado político de las reacciones militaristas de la conservadora Margaret Thatcher y su entorno.



La victoria inglesa le sirvió a la Dama de Hierro para ser reelegida Primer Ministro(1), llevar a término el programa neoliberal (cierre de industrias, privatizaciones, recortes en programas sociales, ataques contra el sindicalismo, etc.) y aplanaría el terreno para el viraje a la derecha del laborismo socialdemócrata de Blair. Marcaría además el inicio de una útil y provechosa amistad con Augusto Pinochet Ugarte. La baronesa tory presionaría en favor del ex dictador detenido en Londres, para que fuese devuelto a Chille en 1998.



Esta guerra revelaría con nitidez, menos de una década antes del colapso de la URSS, lo que hoy es un factor clave y determinante en el sistema de alianzas internacionales: la anglosajona bisagra de hierro estratégica que articula a los EE.UU. con el Reino Unido en el manejo del orden y la «seguridad global».



Diecinueve años después, Anthony Blair, un laborista liberal (quien junto con su intelectual orgánico, el sociólogo Anthony Giddens, cuenta con no pocos admiradores dentro del socialismo chileno), también mintió sin escrúpulos y manipuló con habilidad a los ciudadanos ingleses para seguir al republicano George Bush, en la invasión de Irak. A. Blair, al igual que el Presidente norteamericano fue reelegido. Ahí siguen … cada día más entrampados y recibiendo los coletazos del terrorismo salafista, al que lejos de combatir, han transformado en producto de exportación.



La Hubris guerrera



Es en este contexto complejo pero inteligible que la locura de la guerra de las Malvinas adquiere toda su significación. La incapacidad y la ceguera de las elites castrenses argentinas para no prever una derrota anunciada, sorprende aún.



Los generales, almirantes y brigadieres argentinos hicieron gala de un pensamiento estratégico nulo. El ministro de Relaciones Exteriores de la Junta Militar, Nicanor Costa Méndez resumiría bien las fantasías castrenses: «Las Malvinas serán el Vietnam de los ingleses». La pérdida del sentido de realidad de los estrategas militares es un dato recurrente en la historia. Ser un peón en la estrategia de los EE.UU en América Latina no bastaba para proyectarse en potencia sudamericana mediana.



La «Hubris» (la desmesura), era el término utilizado por los ciudadanos griegos (siglo -V A. de C.) para ilustrar la disipación guerrera, la soberbia y la incapacidad de autolimitarse que se apoderaba de algunos líderes y Estados-Ciudades. Era una tentación que los Dioses ofrecían a los hombres para facilitar su caída. Bien sabemos hoy, como sin el escudo de defensa de la vida digna construida por las instituciones democráticas y sin libertad para informar ni condiciones para el debate ciudadano, las pulsiones de muerte emanan sin control del aparato militar y de su cultura.



Los militares argentinos creyeron que su participación activa en la política norteamericana en América Central de apoyo al somocismo y a los «contras» antisandinistas desde 1979, les aseguraba el apoyo norteamericano o la neutralidad, en la invasión de las islas australes. Inmersos en sus delirios fueron incapaces de comprender que para los Estados Unidos, Gran Bretaña fue siempre un aliado fiel y ellos sólo un socio de conveniencia.



El plan de canalizar una ola de profundo descontento social de movimientos sociales argentinos los hizo jugar la carta de la «unidad nacional» con la recuperación de las Malvinas. Una semana antes de la invasión, la mayoría de los argentinos se oponía a tal aventura(1).



La dictadura chilena, que sólo contaba con el apoyo político de las derechas, hubiera precipitado también su caída en una aventura guerrera transandina. Es posible que la derecha liberal, más pragmática, le haya puesto algún freno a las tendencias militaristas.



Es muy probable que la diplomática norteamericana, Jane Kirkpatrick indujera al error a los generales argentinos. Lo mismo haría años más tarde la embajadora del Imperio en Irak al insinuar a Sadam Hussein -un aliado ejemplar de EE.UU. hasta ese momento- que su gobierno no intervendría para impedir que invadiera Kuwait en 1990.



La ironía de la «ley de Doyle»



La ley del politólogo británico Michael Doyle(2) enunciada a comienzos de los 80 -que se inspira más bien en los trabajos de E. Kant que en un G. F. Hegel reinterpretado por F. Fukuyama- concluye en la imposibilidad de la guerra entre las democracias que profesan los valores liberales.



De lo cual se desprende el corolario que estipula que las dictaduras son propensas a entrar en guerra y que incluso las necesitan puesto que una dictadura es en lo interno un estado de guerra permanente.



Hasta aquí el ingenuo empirismo anglosajón acierta. Pero al afirmar la superioridad moral de las elites de las democracias liberales los ideólogos orgánicos dan con demasiada facilidad un salto forzado. ¿Ingenuidad o incapacidad teórica? En efecto, el episodio de las Malvinas muestra bien la conspiración antidemocrática de los protagonistas bélicos conservadores-republicanos, ingleses y estadounidenses, en contra de sus opiniones públicas nacionales y la comunidad democrática internacional.



Para legitimar su guerra contra la dictadura argentina, Margaret Thatcher se desvivió por ocultar a la opinión pública británica y europea, durante todo el conflicto de las Malvinas, sus acuerdos y vínculos secretos con la dictadura pinochetista. Lo que equivale a sostener el principio de la Realpolitik de que los principios morales y éticos no cuentan, puesto que las democracias liberales pueden apoyarse en dictaduras aliadas para combatir dictaduras enemigas. Lo que lleva a afirmar la paradoja imperial de que habrían dictaduras buenas (Arabia Saudita y Pakistán, son para los EE.UU. dos dictaduras aliadas incondicionales en el Oriente Medio, por lo tanto dictaduras «buenas»). Así también se alimenta la «hidra de mil cabezas» del terrorismo contemporáneo.



Las democracias liberales dejadas a su suerte se transforman en oligarquías(3) y plutocracias donde la política internacional es diseñada según los intereses de grupos dominantes. Sin poderosos movimientos sociales y ciudadanos que ejerzan un contrapoder, sin información rigurosa e independiente, sin intelectuales críticos en el espacio público, las elites políticas se disipan en las lógicas antidemocráticas del militarismo, el armamentismo y los abusos de poder.



El principal objetivo del «discurso de guerra» es credibilizar la actividad bélica como empresa humana «legítima» -incluso de índole «científica»- para resolver los conflictos entre naciones y grupos justificando los costos en vidas humanas y sus daños sociales colaterales. En la práctica, el militarismo es una expresión de la Barbarie y termina siempre poniéndose al servicio de la lógica mercantil del armamentismo(4). Generando así pingües ganancias a imponentes complejos militares e industriales (un caldo de cultivo de coimas y corrupción) que compiten en el mercado global del armamento. Militarismo y armamentismo van siempre de la mano. Los gastos en defensa implican menos inversión en salud y educación pública, así como también menos subvenciones estatales para la innovación tecnológica y los emprendimientos inteligentes.



El militarismo y la soberanía popular en estado de debate, son como el aceite con el vinagre. Desconfiemos de los cantos de sirena del militarismo disfrazado en discurso de la seguridad y de la Defensa Nacional. No hay seguridad -ni pública ni internacional- sin apego al Derecho de esencia democrática. En la misma línea: hoy, la reivindicación de la democracia argentina de recuperación de la soberanía sobre Las Malvinas se ajusta al Derecho Internacional. Un desafío para la potencia del Atlántico Norte; así como Argentina rompió con su pasado dictatorial, Gran Bretaña debe demostrar su condición de democracia dispuesta a romper con su pasado de Imperio colonial.



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(1) Horacio Verbitsky, Malvinas, La última batalla de la Tercera Guerra Mundial (2002), Editorial Sudamericana.



(2) Pocos meses antes una encuesta Gallup revelaba que el 48% de los ingleses consideraba a M. Thatcher el peor Primer Ministro. Poco después de iniciado el conflicto 8 de cada 10 británicos respaldaban a «Maggie» en el manejo de la crisis.



(3) Michael Doyle, «Kant, Liberal legacies and foreign policy», Philosophy and Public Affairs, I y II, 1983.



(4) Ver Michael Lind, «The Next American Nation», para el caso estadounidense y Michael Young, «The Rise of Meritocracy», para Gran Bretaña, donde los autores analizan las tendencias oligárquicas de los sistemas políticos de estos dos Estados anglosajones.



(5) Según el informe anual del Instituto Internacional de Investigación por la Paz de Estocolmo, publicado a fines de junio de 2005, los gastos en armamento en 2004 llegaron a la suma de 1.035 millares de dólares, un alza del 8% en relación con 2003. Un gasto de 162 dólares anuales por habitante del planeta. Washington gastó 47% de esta suma, un alza del 11% en relación con 2003, aumento atribuido a la invasión de Irak y a la «Guerra contra el terrorismo».




Leopoldo Lavín Mujica es Profesor del Departamento de Filosofía, Collčge de Limoilou, Québec, Canadá.













  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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