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Tras la libertad


Vivimos en una sociedad que dice adorar la libertad. La publicidad comercial la exalta a más no poder. Romper con los convencionalismos sociales. Vestirnos como queramos. Optar entre mil diferentes tipos de bebidas y comidas. El abrumarnos por las posibilidades de diversión que nos ofrece una sociedad de consumo. Abrir el abanico de los estilos de vida, tipos de convivencia, opciones religiosas y orientaciones sexuales. Viviríamos en un mundo en que se hizo realidad el «libres para elegir». Sin embargo se trata de una libertad muy restringida, casi reducida al mundo de lo privado, del mercado.



¿Será esta la libertad en la que soñaron los republicanos de las primeras décadas del siglo XIX? Don Bernardo gritó aquello de «Vivir con honor o morir con gloria». Don Eusebio Lillo nos legó aquella estrofa de «O la tumba será de los libres o asilo contra la opresión». Esta parte de la canción era coreada con especial intensidad en los duros años ochenta. Se transformaba casi en un canto guerrero ¿Por qué? Porque los chilenos habíamos vuelto a aprender que vivir en una sociedad libre puede costar sangre, sudor y lágrimas. Veamos que es tan alto el amor a la libertad, que pareciera que no vale vivir sin ella. Por eso, mejor irse a la tumba si lo que nos ofrece la sociedad es opresión. La libertad era vivir bajo un gobierno que los propios chilenos nos hubiésemos dado y que respetase nuestros derechos. Ser libres es sólo obedecer aquellas leyes que nosotros mismos nos hemos dado directamente o a través de nuestros representantes. La libertad consiste en vivir libres de la opresión. Esta última puede ser violenta, pero también más sutil, menos dolorosa y evidente. ¿Es esta la libertad que anhelamos en el actual ritmo de vida? ¿Si quiera nos importa lo que está pasando en nuestro gobierno y democracia? Más bien, se ha impuesto esta libertad privada cuyo lema «entre menos se note el gobierno y menos me moleste lo público mejor».



Enrique Molina Garmendia, al fundar la Universidad de Concepción, nos dejó por lema «el desarrollo libre del espíritu». A diferencia de la libertad de los modernos que se desarrolla en el mercado, esta libertad de los filósofos reina en nuestro interior. Epicteto nació en el mundo de la esclavitud y tempranamente constató algo revolucionario: incluso encadenado, su espíritu podía ser libre. Luego, el hombre es libre sí se limita a lo que está en su mano, si no alcanza un ámbito en el que se le puedan poner obstáculos. La Ťciencia de la vidaÅ¥ consiste en saber distinguir entre el mundo exterior, sobre el cual el sujeto no tiene poder, y él yo, del que puede disponer en la medida en que le parezca adecuado. Muchas veces uno tiene la impresión que esta libertad espiritual no abunda en nuestra sociedad. Pues vivimos extrañamente semejantes en nuestros hábitos de consumo, tipos de vestimentas que usamos o estilos de vida que abrazamos. ¿No resulta esto sospechoso en una sociedad que se proclama libre? ¿Se produce lo que consumimos o consumimos lo que los productores nos inducen a hacerlo mediante a estas alturas incluso el «neuromarketing»?



Alberto Hurtado nos alertaría acerca de una libertad que no es posible en el pobre. Los seres humanos no nacen libres e iguales en la sociedad injusta como es la nuestra. «Entre el fuerte y el débil, entre el rico y el pobre, la libertad esclaviza y sólo la ley redime», dijo Lacordaire. «En Francia tanto al rico como al pobre se les prohíbe robar y dormir bajo los puentes», señaló Anatole France. Resultaba indignante para el profeta de la justicia social una sociedad que se declaraba católica y en que la dignidad de los más pobres no se respetara. ¿Qué nos diría hoy al ver la publicidad televisiva que ofrece mundos de fantasía a nada menos que un veinte por ciento que aún vive en la pobreza? La libertad consiste primariamente en no vivir bajo el reino de la necesidad, esa que produce el hambre, el frío o la desnudez.



Para garantizar la libertad, creemos que basta con que el gobierno no nos oprima ni moleste. Cada persona sería libre en su metro cuadrado y no tiene más obligación que no molestar la de su vecino. Sin embargo, si estudiamos la forma como realmente funcionan las democracias observaremos la importancia de los grupos organizados en ellas. La poliarquía, el gobierno de los muchos, opera sobre la base de fuerzas políticas, es decir, de grandes organizaciones que influyen en la constitución del gobierno y en las decisiones que adopta el sistema político central. Tanto ante el Estado como ante las grandes corporaciones privadas, los individuos aisladamente no valen mucho. ¿Qué puedo hacer sólo cuando la Isapre violenta mi derecho a la salud o el funcionario público me maltrata? Por eso mi libertad no termina donde empieza la libertad del otro, sino que todo lo contrario. Mi libertad empieza cuando se encuentra con la libertad de mi vecino. El poder en democracia no nace de la boca de un fusil o del billete que extraemos de la billetera. El poder político cuando dos o más actúan en conjunto. El poder es compartir el mayor número de personas en la forma más intensa posible de palabras y acciones que se orientan al bien vivir de la multitud.



Así pues, ser libre supone la autodeterminación para un objetivo valioso, es decir, bueno, bello, verdadero. Nadie moriría por el derecho a optar entre la Coca Cola y la Pepsi Cola, por gratificante que sea su consumo. Lo esencial de la libertad se juega en aquellas cuestiones vitales, es decir, en que vale la pena arriesgar la vida por su conquista o defensa. Esa es la libertad de don Bernardo y don Eusebio.



Ser libre supone además una base material que nos permita la independencia económica. Por eso para los republicanos el derecho a la propiedad de la vivienda y de lo propio es clave. Ante el poderoso, el humilde que tiene familia a su haber muchas veces debe humillarse, es decir, esperar recibir graciosamente, como dádiva, lo que la sociedad le debe en cuanto derecho fundado en su dignidad de hombre libre.



Ser libre nos impele a construir y resguardar instituciones políticas que respeten los derechos y libertades del ciudadano. La opresión ha sido la norma general en la historia y por mucho que hoy vivimos bajo la democracia, no debemos olvidar esta lección. La opresión violenta de una minoría armada, nos debe tampoco hacer olvidar que cadenas mucho más sutiles pueden hacer ilusoria nuestra libertad.



Por último ser libre exige carácter. La libertad de espíritu que tiene Nelson Mandela, encarcelado durante décadas, nos recuerda que se puede ser libre incluso entre rejas. Para ello se requieren convicciones y saber decir que no. Del mismo modo que no es libre quien vive ansiosamente buscando agradar al poderoso de turno. Ahí los vemos anhelando ganar la sonrisa de la autoridad o solo arriesgando la palabra correcta en el momento correcto, que siempre debe coincidir con la del jefe. Todo ello para acceder al cargo que se anhela o mantener el que se obtuvo como dádiva de la autoridad.



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Sergio Micco es director ejecutivo del Centro de Estudios para el Desarrollo (CED)

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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