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El tocadiscos de Gonzalo Infante (Respuesta a Javier Campos)


Uno de los aspectos más difíciles -por no decir imposibles-de construir la memoria colectiva es la comunicación entre las diversas generaciones afectadas por un evento histórico. El tenor de la crítica de Javier Campos a la película Machuca, aparecida hace unos días en estas páginas, comprueba que existen versiones discrepantes de la historia supuestamente común, dependiendo de la experiencia generacional.



El asunto no es menor, pero tampoco debe causar excesiva angustia. El pasado es un recinto al que ya no podemos acceder directamente; sólo disponemos de documentos y recuerdos para evocarlo, y lo único que podemos hacer con esos materiales es desplegarlos, analizarlos, conversarlos. Vale la pena cotejar el valor y el significado que pueden tener los souvenirs que cada uno de nosotros ha rescatado o atesorado, pero no creo que valga la pena cuestionar los souvenirs mismos o el hecho de que no sean los mismos que uno escogería, sobre todo cuando se trata de arte.



Javier Campos alude a una crítica anterior hecha por John Müller, desde España, en la que éste echa de menos una banda sonora más abundante para la película de Andrés Wood. La observación de Müller me sorprendió, porque para mí queda claro que la película está hecha desde el punto de vista de su propia generación, que era demasiado joven para participar directamente en el proceso de la Unidad Popular. Esa generación de semi-jóvenes o semi-niños fue observadora más que protagonista, y si logró participar en algo, siempre fue a instancias de otros.



De hecho, uno de los lazos más significativos que Wood logra construir es precisamente la condición de testigo -o de receptor de las consecuencias de acciones ajenas- que comparten Pedro y Gonzalo ante eventos que determinan su vida. Esa condición de observador queda plasmada con un toque de genialidad en la escena en que Gonzalo mira pasar los Hawker Hunter hacia La Moneda: no hay que ser demasiado perceptivo para sentir el estremecimiento de toda la historia que se inaugura con ese vuelo rasante por encima de Santiago.



Esa generación fue la que al ir creciendo en dictadura formó la conciencia voluble, intranquila, cuestionadora y escéptica de los años 80. No necesitó que le explicaran lo que querían decir Los Prisioneros, y se sentía distante de la combatividad programática y a veces demasiado crédula de la Nueva Canción. Los referentes de alguien como Javier Campos, un sesentero clásico, significan cosas muy distintas para quienes tenían entre diez y doce años en 1973.

Por ejemplo, la ausencia de Víctor Jara es significativa en cuanto ausencia, precisamente porque la representación de la población marginal ha estado condicionada por los referentes artísticos de la izquierda tradicional, y esos referentes no eran los que buscaba el ochentero Wood, más aún si se considera que el verdadero protagonista del film no es el «pequeño proletario» Pedro Machuca, sino el «pequeño burgués» Gonzalo Infante. Un título más descriptivo, aunque menos eficaz y riesgoso por sus implicaciones paternalistas, habría sido «Machuca y yo».



Formalmente, la película es coherente en este aspecto; me parece que no hay escena donde aparezca Pedro sin Gonzalo, mientras que Gonzalo prescinde de Machuca. Por eso habría sido artificial sobreponer «Luchín» con las escenas del campamento marginal, así como habría sido algo forzado poblar de música el mundo de un niño aislado y abandonado como Gonzalo.



La soledad de Gonzalo se exacerba cuando nos damos cuenta de que sú único escape, las historietas con que lo soborna el amante de su madre, constituyen una traición a su padre y un anuncio del momento cuando traicionará a su amigo Pedro. La música, desde este punto de vista, está impecablemente elegida. «Chico de mi barrio» expresa en idioma pop (el idioma más ecuménico de una época tan dividida en todo) el anhelo simple de cariño y la esperanza de libertad de la adolescencia temprana, pero al mismo tiempo su título lleva todo el peso de una ironía ineludible: ese chico no es del barrio.



Es cierto, como señala John Müller, que Manuela Martelli lo baila con la coreografía equivocada («Salta pequeña langosta» de Música Libre), pero incluso ese detalle puede ser leído como un reconocimiento de los trucos y los espejismos de la memoria, que se notan también en el uso de giros lingüísticos que no corresponden a la época. La película cierra con «Mira niñita», telón musical perfecto con que el público se encuentra momentos después de un desenlace tan trágico, tan lúcido y descarnado. El tema de los materiales o de la arqueología de la memoria, en todo caso, seguirá siendo materia de conversación y de elucidación.

Discrepo mucho más profundamente con Javier Campos cuando afirma que Machuca es una película maniquea. Campos indica que entre los buenos y los malos de la película no hay términos medios, pero una mirada atenta nos demuestra que eso no es tan cierto y que incluso las mismas escenas que cita el crítico ilustran la presencia de variados puntos de vista. En la escena de la reunión de padres y apoderados se representa una pluralidad de opiniones; el padre de Gonzalo defiende el proyecto de Whelan, y no es el único «burgués» en hacerlo. La primera profesora de inglés, de manera muy sutil, demuestra solidaridad con los alumnos becados. Algunos de los niños acomodados también se tienen que ir del colegio, y todos por igual son sometidos a vejaciones por parte de las nuevas autoridades militares.



Ahora bien, más allá de las escenas puntuales, ¿de dónde sale el prurito de la imparcialidad frente a un tema que, dado su costo en vidas humanas y en sufrimiento, no es solamente político, sino también moral? El golpe de estado y sus consecuencias no son comparables a un accidente de tránsito en que ambas partes tratan de desvincularse de responsabilidades, si es necesario culpando al otro. En Chile hubo víctimas y victimarios, injusticias y aprovechamientos, un bando armado que violentó sistemáticamente a gente indefensa y desamparada: el personaje de Silvana, el más alegórico de todos, y su muerte final aclaran esto de manera brutal al fin de la película.



El conmovedor discurso de la madre de Machuca al finalizar la reunión es un discurso de análisis histórico y de premonición, hecho para el futuro: a los pobres siempre se les va a echar la culpa de todo. Pocas veces he visto en el cine un equilibrio tan fino entre dignidad y vulnerabilidad como en ese parlamento de Tamara Acosta. Es inverosímil, es cierto, igual como es inverosímil el hoyo en el suéter de Machuca, pero es artísticamente necesario y está magistralmente ejecutado. La respuesta a la intervención de la madre de Machuca es el grito estentóreo de «Ä„resentida!» que equivale en términos morales a la caracterización estética de esta película como «maniquea».



Es cierto que puede ser que un partidario de la dictadura se vaya sintiendo progresivamente peor al transcurrir el film, pero eso no tiene que ver con un supuesto maniqueísmo, sino con la representación de una realidad innegable y que tiene la singularidad de provenir desde el punto de vista de los supuestos beneficiados con el golpe de estado. Si bien Gonzalo se salva, mientras que Silvana muere y Pedro desaparece, el «cara de frutilla» pierde por eso mismo las relaciones profundamente humanas que le dieron sentido a su vida.



Machuca no es una película perfecta, pero es una película excelente e importante que merece seguir siendo vista y comentada. El gran mérito de la crítica de Javier Campos es que invita, aunque sea indirectamente, a verla otra vez y a pensar en los problemas artísticos, políticos y éticos que surgen de la visión de Andrés Wood.



Roberto Castillo Sandoval, escritor chileno radicado en Estados Unidos (castillo_sandoval@post.harvard.edu).

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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