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Editorial: Los custodios del Arca de la Democracia


Resulta sorprendente el escándalo de los últimos días en torno a la fallida repostulación de José Antonio Viera-Gallo al Senado. Sorprendente, porque esa decisión la adoptó de modo soberano el pleno del Comité Central del Partido Socialista, después de una competencia democrática al interior del órgano que se supone representa legalmente a los militantes. Más sorprendente resulta aún la algarabía en torno a este hecho, sabiendo que el ganador, el diputado Alejandro Navarro, había aceptado que la decisión se tomase mediante elecciones primarias o a través de encuestas que midieran la adhesión popular de los dos aspirantes.



Al final, Navarro se avino a la fórmula resolutoria que menos le favorecía y, sin embargo, ganó por 62 contra 58 votos. Una diferencia mínima, subrayaron al punto los partidarios de Viera-Gallo. Curiosa observación, porque se trata de una ventaja de un 3,3 por ciento, que dirimiría claramente cualquier elección democrática. Ricardo Lagos, por ejemplo, ganó por menor porcentaje en su enfrentamiento con Joaquín Lavín.



Causa mucha extrañeza la desautorización que pesa sobre el pleno del Comité Central del 30 de julio, que podría ser cuestionado e incluso contradicho a las tres semanas de haberse solemnemente definido.



¿Qué trampa se esconde tras esta historia? ¿Dónde está el secreto de tanta consideración y reconsideración? Es muy sencillo: el afectado es Viera-Gallo, uno de los barones a quien se intenta otorgar casi como un derecho adquirido la postulación al Senado. Si el derrotado en el Comité Central hubiera sido Navarro, el caso hubiese pasado sin pena ni gloria. Pero ha perdido un personaje a quien quieren hacer pasar por insustituible, incluso con la circunstancia de una derrota partidaria entre medio.



Se trata de un problema de sutil patrimonialización del ámbito público y de sus cargos. Un grupo de próceres parece poseer un derecho adquirido sobre determinados cupos parlamentarios. Quienes desean competir contra ellos desde su partido, se hacen responsables de un desafío pretendidamente indebido, cometen un desacato contra el orden natural de la política establecida. Así se están incubando claramente privilegios y castas. Incluso entre los socialistas, algunos son más iguales que otros. Mucho más iguales.



Se ha esgrimido razones que intentan justificar la eventual revocatoria del fallo del pleno socialista. Se aduce que Viera-Gallo es un senador muy preparado y experto, que no se ha dejado llevar por el populismo fácil. Se alega que el Congreso no puede perder a uno de sus mejores elementos.



Llama la atención que los mismos que no sólo desideologizaron la política, sino también la deshuesaron y la cupularizaron hasta el extremo, ataquen ahora las consecuencias de lo que ellos mismos propiciaron. El exhibicionismo de los personajes públicos y la videopolítica han nacido precisamente de la falta de debate sobre ideas y contenidos que actualmente adolece la sociedad.



A Navarro sus adversarios internos le atribuyen toda la plebeyez de lo políticamente peligroso: falta de preparación, falta de sentido de Estado, populismo, radicalismo mediático. Pero, si alguna de estas características posee el diputado, habrá que analizar el porqué de su arrastre popular. Durante años se ha hecho una política basada en una sistemática ausencia ciudadana. La desmovilización de los años 90 se justificó en las amenazas que todavía se cernirían sobre la democracia. Una especie de despotismo ilustrado (todo para el pueblo pero sin el pueblo) pareció lo más adecuado a una pequeña galaxia de personajes que entonces dominaron el escenario público. Entre ellos se encontraba José Antonio Viera-Gallo.



Al entrar en el siglo XXI, la política encapsulada se destapó y por cierto no a través de los instrumentos y canales más pertinentes.



Como no se había establecido una auténtica conversación pública, ésta se instaló, muchas veces de modo espurio, en los talk-shows más banales, en los programas de farándula y del más liviano entertainment. Ahora las vírgenes vestales se lamentan de lo que con su conducta sembraron. Más aún: se erigen, con gesto de dignidad ofendida, en custodios del Arca de la Democracia chilena.

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