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El corazón de las tinieblas


Hablar de Pinochet en los albores del siglo XXI pareciera, a primera vista, algo fuera de lugar. Después de todo, el contexto histórico latinoamericano en que se inscribe el golpe de estado y todas sus secuelas remite a un mundo que ya no es. No obstante, la figura del ex dictador chileno y su lamentable huella en la historia del mundo contemporáneo no ha perdido, en absoluto, interés teórico e histórico. Demás está decir que estamos frente a un personaje comparable a los archivillanos de historieta, lo mismo que Hitler o Jack el Destripador, en suma, una figura que, como Judas Iscariote, arquetipo de la traición, provoca la repulsión de gran parte de la humanidad.



A medida que transcurren los años y los chilenos vamos tomando distancia de aquellos tristes años de dictadura, construyendo de manera lenta y difícil nuestro porvenir democrático, va emergiendo en lontananza la otra faz del gobierno de Pinochet. Como en la célebre novela de Joseph Conrad, mientras más nos adentramos en esos años, más nos aproximamos al corazón de las tinieblas.



El camino hasta aquí ha sido desolador, pareciera que toda la miseria humana se hizo realidad durante ese periodo, el Mal como un oscuro manto cubrió todos los rincones de este país, sometiendo a las víctimas, envileciendo a los victimarios.



Aunque algunos de sus protagonistas se empeñan hasta el día de hoy en defender lo obrado, justificando el crimen, la traición, la tortura, el dolo, el catastro no podría ser más elocuente. Lejos de estar ante una gesta heroica para salvar a la nación de algún presunto enemigo, surge el hedor de un grupo de sediciosos, financiados por una potencia extraña, conjurados para el crimen por su mezquina ambición.



Lo anterior, sin embargo, no nos exime de un examen más acucioso del asunto. Tal como se ha señalado respecto de otras formas totalitarias, tal parece que toda satrapía no hace sino exteriorizar cierto talante colectivo que, en determinadas circunstancias, alcanza el rango de verdad absoluta y de normalidad. La paradoja ya ha sido señalada por varios autores de teoría política, aquella idea de que, finalmente, muchos adherentes a Hitler, eran, a su manera, ejemplares padres de familia, buenos hijos y esposos.



El golpe de estado de Chile en 1973 no fue, en este sentido, una realidad exótica o accidental del decurso histórico de la época. La población chilena de entonces, expresada en los distintos partidos y movimientos políticos, optó mayoritariamente por el odio y la violencia, la mayoría de los hombres y mujeres de aquel tiempo renunció a la democracia existente en nombre de un retorno a la seguridad y la normalidad. Movimientos típicos de clases medias como las corrientes ligadas a la Iglesia, las tendencias social-cristianas, o bien, sectores liberales de la burguesía, todos al unísono eligieron la solución militar.



¿Qué hace posible que la normalidad democrática bascule violentamente hacia los márgenes de la barbarie? Una primera respuesta podría estructurarse a partir de la siguiente argumentación: una élite política y económica de extrema derecha con la complicidad del Imperio azuzó a la población bajo el slogan «Chilenos junten odio»,es decir, bajo el hábil manejo de técnicas de propaganda de guerra, logrando que el rebaño dócil de ovejas se convirtiera en una manada de hienas capaces de la delación y el crimen directo o, a lo menos, en una caterva excitada y cómplice de atrocidades difíciles de comprender en otras circunstancias.



Una primera objeción a este razonamiento es que sólo hace visible una parte del problema, pues es innegable que una hábil propaganda precedió al macabro festín de septiembre 1973, está más que demostrada la intervención norteamericana en periódicos, partidos políticos y sindicatos de la época. En pocas palabras: está más que acreditada la «Operación Chile», planificada, financiada y ejecutada por la inteligencia de Washington bajo las directrices del gobierno Nixon-Kissinger.



Esta línea de análisis con pretensiones histórico – objetivas, suspende una sutileza. En el Chile de la época existían en forma larvada y latente todos los elementos que desencadenarían la tragedia, es decir: la democracia chilena contenía en sí su propia negación. De algún modo, por espurio que fuese, una mayoría de chilenos consintió en un momento dado en el exterminio de una parte de sus compatriotas. En una circunstancia tal, nadie es inocente; nadie podría alegar que no supo o no imaginó.



Una vez iniciado el delirio de muerte, no hay límites éticos, morales o políticos, es el desenfreno de la sangre, la tortura y la degradación. Este carnaval del horror estatuye víctimas y victimarios, traza una línea arbitraria entre un «nosotros» y un «ellos», los protagonistas de un juego tanático y perverso. La ideología, finalmente, es apenas la máscara que esconde algo mucho más profundo, lo monstruoso se hace norma.



La cuestión no es baladí, pues, en principio, nada garantiza que en el actual estado de cosas dichos rasgos sigan presentes en nuestra sociedad, y no sólo en Chile. Tal como aquella peste imaginada por Albert Camus, en su novela homónima, que concluye, precisamente, con una terrible advertencia: los gérmenes están siempre allí, esperando un momento de debilidad.



La única pregunta que cabe ante esta amenaza es: ¿qué impide, por un breve lapso, que el ritual de sangre se escenifique de nuevo?. Los hechos históricos, con su pretensión racional de verdad, muestran hasta la saciedad que la razón democrática -forma decantada de la metafísica- no representa garantía alguna. Bastará recordar que todos los golpes de estado son, por definición «ilegales», y que malgré tout, invariablemente, se «legalizan» en cuanto acceden al poder.



En el caso de Chile, en una escena digna de Ubú Rey, el Presidente de la Corte Suprema proclama la legitimidad del golpe de Pinochet. En nuestra línea de pensamiento, la cuestión central no es cuidar que los institutos armados se enmarquen en una constitución democrática sino mucho más ampliamente, cuidar que un pueblo entero se sienta tentado por un ritual de sangre contra un supuesto «enemigo», sea que se trate de los judíos, gitanos, homosexuales, marxistas, negros, inmigrantes, islamistas o herejes de cualquier credo.



El odio se instala, primero, en el imaginario. El odio es la respuesta básica de un individuo o una comunidad ante el miedo. El miedo nace allí donde se imagina una amenaza. Amenaza, miedo odio y violencia se imbrican íntimamente. En el límite, la política no ha sido sino un modo de administrar el imaginario poblándolo de amenazas, miedos , odios y violencia. La razón democrática, con pretensiones universales de verdad absoluta corre el riesgo de devenir, justamente, su negación. Las amenazas son ahora los bárbaros que llegan en botes a las costas de España o Italia, la inmigración ilegal de mexicanos en Estados Unidos o de peruanos en Chile. Nuevamente se advierte la pulsión xenofóbica en el horizonte, un «ellos» y un «nosotros». Como ha advertido Terry Eagleton, uno de los posibles postmodernos es, que duda cabe, el fascismo.



Los ejecutores de crímenes contra la humanidad no hacen sino poner en marcha la voluntad de un colectivo cómplice. Los empresarios chilenos de la época, los gremios profesionales y amplios sectores de las llamadas capas medias concibieron al gobierno de Allende como una amenaza a sus privilegios.



El punto es que nada excluye la posibilidad que ante una amenaza similar se volviese a actuar de manera análoga, en este sentido, la historia no enseña o enseña malas lecciones. Con ocasión del affaire Pinochet asistimos atónitos al renacimiento del discurso amenazante de la derecha chilena: sus legisladores se negaron a participar del ritual democrático en el Congreso, los más afiebrados querían reconstruir Patria y Libertad y los mandos castrenses presionaron al gobierno de turno a través del Consejo de Seguridad Nacional, obligándolo, en uno de los episodios más bochornosos de nuestra historia política, a poner todo el Servicio Exterior del país al servicio del ex hombre fuerte acusado de crímenes contra la humanidad, con la complicidad abierta de personeros «socialistas» de la Concertación, incluido el actual Secretario General de la OEA, Miguel Insulza.



El odio, el miedo y la violencia son componentes esenciales en la ecuación del poder. Las formas democráticas encubren en el universo simbólico aquellas cicatrices que atestiguan lo que sucedió, pero al mismo tiempo prefiguran lo que puede volver a repetirse.



Diríase que la democracia no es sino una metafísica del poder en cuanto inviste de «valores» racionales y hasta espirituales a un mundo que, como observó Marx, carece de espiritualidad alguna. Este territorio que se extiende más allá de dichos «valores», ese mundo de pesadilla que irrumpe cada tanto no es otro que el universo patafísico del Padre Ubú con su temible máquina descerebradora. Una pesadilla que puede tomar la forma cruel y sanguinaria de la tortura y el genocidio; o la forma ingrávida y soft del «sueño chileno», una democracia mercantil y mediatizada en que el vacío y el absurdo se tornan mediáticos y cotidianos.





Álvaro Cuadra. Docente e investigador de Universidad ARCIS.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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