Publicidad

Biloxi Blues


Hace un tiempo, tuve que pasar una noche refugiado en un terminal de buses Greyhound en Biloxi, Mississipi. Había ido a parar ahí porque en una estación intermedia me subí al bus equivocado, pensando que iba a New Orleans. No salían más buses esa noche de agosto, y no me quedó más que encontrar un rincón para echarme a descansar. Afuera caía un diluvio, el vestigio de un huracán que se convertía en depresión tropical al desmembrarse frente al delta del río Mississippi. No me acuerdo del nombre de ese huracán desvaído, pero en ese tiempo, hace casi veinte años, los meteorólogos usaban solamente nombres de mujer.



En Estados Unidos el bus es el transporte de los pobres, y más aún en la región más desposeída y aislada del país. Es la zona en que William Faulkner ubicó su Macondo, el condado de Yoknapatawpha, donde la historia parece pegada en ciclos trágicos de violencia, pobreza y desastres naturales. La riqueza que se genera ahí es mucha (antes fue el algodón con mano de obra esclava, hoy los casinos y la industria petrolera con mano de obra «flexibilizada») pero se va a otras partes, o se queda en los bolsillos de unos pocos, los que se pueden dar el lujo de escapar cuando la naturaleza se pone arisca. Los huracanes del Caribe se ensañan con esa zona cuando saltan la valla de la península de Florida, como hizo Katrina. A veces el desastre viene con las inundaciones del Mississippi, tsunamis silenciosos de hasta 20 metros de alto y dos kilómetros de ancho, fuerzas tan poderosas que han llegado a revertir el cauce de los grandes ríos tributarios.



Se preguntaba Faulkner si el estado de Mississippi realmente quedaba en Estados Unidos. Sus coterráneos blancos apretaban los dientes de furia, interpretando la pregunta como una ofensa. En el diario de su pueblo, el Oxford Eagle, un comentarista de nombre novelesco (Moon Mullen) se preguntaba si de verdad Faulkner era un gran escritor, y contestaba: «Bueno, seguro que la Cámara de Comercio no le encargaría que escribiera un folleto de promoción de la ciudad». Eso es porque en cada una de sus novelas, Faulkner pone al descubierto lo que más incomoda a los poderosos, a los miembros de ésta u otra cámara de comercio: que el pasado no es un fantasma molesto sino un cuerpo que sigue vivo y reclama su espacio, su albergue y su comida.



Pasada la medianoche, el terminal de buses de Biloxi se transformaba en refugio de desamparados, los homeless, de cesantes y prostitutas, de policías gordos e indiferentes capeando la patrulla de medianoche, de uno que otro taxista despistado, o de viajeros con aire de náufragos acalorados que esperaban un bus que no iba a llegar hasta el amanecer. La luz se cortaba y volvía al pulso de los relámpagos morados y el estruendo de la tormenta tropical. No tenía nada que hacer más que esperar, porque la novela que estaba leyendo (había escogido una de Faulkner, sabiendo que iba a pasar por esos lugares) se había quedado en mi asiento del bus perdido, que a esa hora ya estaría en New Orleans.



Apenas me instalé en una banca para tratar de echar una pestañita, me vi rodeado de cuatro cabros jóvenes que miraban mi mochila con demasiado interés. Uno se me sentó a un lado, otro al otro lado, y los demás se ubicaron en el banco de enfrente, mirando disimuladamente alrededor. Como siguiendo un guión universal, el más grande me preguntó la hora, con el acento espeso del sur profundo. Olía a humedad y a marihuana fresca. Los demás se rieron y le aportillaron la escena preguntando si estaba atrasado para una cita. El grandote no se inmutó y sin decir nada trató de meter la mano en mi mochila, que estaba entre él y yo. Puse la mochila entre mis piernas, medio forcejeando, mientras seguían las risas. Los policías estaban al otro extremo del terminal, conversando una mega-gaseosa y mirando cómo la lluvia se escurría en los ventanales sucios, sin que las risotadas y los forcejeos les despertaran curiosidad. Al grandote no le pareció bien mi movida y trató de hurgar otra vez entre mis cosas con una mano muy pesada. Me agaché y saqué una manzana que tenía en el bolsillo exterior de la mochila, todo mi cocaví. Se la mostré como ofreciéndosela. Me quedó mirando con los labios apretados. Tenía los ojos colorados y unas pestañas tan crespas que se le metían en el pliegue de los párpados. Como asombrado, dijo que no con la cabeza, y se unió al coro de las risas de sus compañeros. Cuando saqué un minicortaplumas de mi bolsillo y empecé a pelar la manzana, el grandote se pasó la mano por la cara sudorosa, dijo shit estirando la «i» hasta el límite y, resoplando de la risa, me pegó un empujón con el hombro que casi me sacó del asiento. Tal vez lo descolocó o le hizo gracia la estupidez mía de mostrar un arma tan ridícula que ni siquiera le entraba bien a la cáscara de una manzana. Por la razón que sea, lo cierto es que dejaron a medias el atraco displicente que habían empezado y se fueron a buscar entretención a otro sitio, aprovechando que la lluvia había amainado un momento. Me comí la manzana de puros nervios y me quedé dormido, abrazado a mi mochila.



Al amanecer, salí a dar una vuelta por los alrededores para buscar un lugar donde comprar un café, y así me interné en la devastación urbana de Biloxi. Me encontré en un paisaje de melancolía: cascarones de edificios abandonados, ventanas tapiadas con madera, y un aire de soledad casi irrespirable, denso como el vaho tibio que quedó tras el diluvio. Comparado con esa desolación, el terminal derruído resplandecía como un oasis. En ese momento, las ficciones de Faulkner también me parecieron pálidas y acartonadas, inútiles para entender la realidad de un lugar como ése, tan abatido y fatídico. Quise imaginar cómo sería mi vida si estuviera atrapado ahí, a la espera de huracanes y desastres, recorriendo, como único consuelo, los lugares por donde pasa la gente que se va para otros lados. Di un par de vueltas a la manzana y volví a esperar mi bus, ansioso por llegar a Nueva Orleans.



Ayer vi de nuevo en CNN el terminal de buses de Biloxi, Mississippi, donde pasé esa noche de tormenta. Katrina le había agregado una capa más de destrucción a ese paisaje, para volver a poner las cosas en su lugar. He sabido que en los últimos años la ciudad se había revitalizado gracias a los casinos flotantes y los hoteles construídos para alojar a sus clientes. Todos los casinos se hundieron y los hoteles desaparecieron, algunos transportados cientos de metros por la fuerza del huracán. Me sigo preguntando qué habrá sido del grandote que no me quiso recibir la manzana y qué habrá sido de sus amigos, que supieron expresar algo parecido a la compasión con su risa burlesca y salvadora.



_____________



Roberto Castillo Sandoval, escritor chileno radicado en Estados Unidos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias