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Editorial: Estados Unidos, el Apocalipsis llegó


La tragedia humanitaria que ha generado el huracán Katrina en Estados Unidos ha desnudado la inutilidad de la parafernalia militar norteamericana cuando se trata de ayudar a la seguridad de su propia población. Más aún, ha ridiculizado de manera dramática a los estrategas militares y al gobierno de la Casa Blanca, al hacer evidente que la logística más elemental de la primera potencia militar del mundo está diseñada, en altos grados, en base a prejuicios ideológicos y mundos inventados para enfrentar futuristas guerras de las galaxias y muy lejos de los riesgos reales de su propio territorio y su gente.



La desvinculación entre realidad y gobierno político ya se manifestó claramente en las primeras horas que siguieron al desastre de las Torres Gemelas, hace cuatro años. Entonces, un presidente norteamericano anonadado y vacilante era trasladado en avión bajo extremas medidas de seguridad a un lugar seguro de la Unión, mientras el resto del poder político se movía de manera confusa frente a los avatares de la población. Sólo después de varias horas, el gobierno central aterrizó para hacerse cargo de la situación.



En Nueva Orleáns ha ocurrido algo similar. Pese a la creciente sensación de que se estaba frente a un desastre de incalculable magnitud, el presidente George W. Bush no interrumpió sus vacaciones. Y al igual que en Nueva York, la situación fue enfrentada hasta muy avanzado el desastre sólo con recursos locales.



El resultado está a la vista. No sólo miles de muertos o desaparecidos que podrían haberse evitado, sino el derrumbe e implosión de la administración y de todas las estructuras de orden e institucionalidad en la zona devastada, que ha obligado al gobierno central a realizar una especie de ocupación militar de esa parte de su territorio para restablecer la normalidad.



Es decir, no se trata ya de una acción de socorro a los damnificados, sino de imponer la idea de que la protección de la población pasa por un acto más elemental aún: aplicar la ley marcial para detener la degradación de todo mecanismo de seguridad, incluidos los vínculos de comunidad. De ahí que sea natural que los ciudadanos piensen que están entregados a su propia suerte.



Resulta proverbial en la sociedad norteamericana la desconfianza ciudadana frente al Estado, y en especial frente al Estado central. Ello es un buen argumento para quienes sostienen que la principal responsabilidad por el desastre político generado por el Katrina no puede ser imputado a la Casa Blanca. Sin embargo, a un nivel de riesgos o amenazas como el terrorismo de Al Qaeda o desastres naturales de esta envergadura, la respuesta de seguridad es una función federal. Y ella ha sido largamente tematizada por el Gobierno de Bush, desde el 11-S. Sus argumentos sobre la seguridad del modo de vida americano le dieron el triunfo en las pasadas elecciones, indujeron la invasión de Irak y promueven la escalada del conflicto con Irán.



La realidad demuestra que hoy Estados Unidos es más vulnerable que nunca, tanto al terrorismo como a los desastres naturales o a cualquier otra amenaza, entre otras razones, por las políticas públicas de Bush, especialmente por los recortes sociales y el financiamiento de la guerra, adornados por una retórica de cruzadas medievales. Esa vulnerabilidad toca muy a fondo la cohesión valórica de la nación americana, su sentido de comunidad y, principalmente, la capacidad institucional del gobierno para controlar el orden interno y proveer asistencia y seguridad a sus ciudadanos en situaciones de calamidad.



El pedido de ayuda hecho a la comunidad internacional por Estados Unidos es un claro signo de impotencia, y un reconocimiento indirecto de que los enormes medios tecnológicos, militares y financieros con que cuenta no sirven cuando los requerimientos son de capital humano, solidaridad y medios idóneos para llevar medicinas, alimentos y ayuda a vastas poblaciones civiles en su territorio.



¿Cuál es la distancia que media entre un Haití devastado material y culturalmente, en los sentidos más elementales de la dignidad humana, y las imágenes de Nueva Orleáns, sumergida bajo las aguas, con cadáveres flotando, y sobrevivientes desesperados y fuera de toda esperanza, de los días pasados? Prácticamente ninguna, a excepción de que el futuro inmediato de Nueva Orleáns es previsible. Volverá a ser reconstruida, mientras que Haití está en el pozo más profundo de la desesperanza en que la sumió la indiferencia de la comunidad hemisférica. Más aún, se parecen todavía más en el hecho de que en ambas partes las soluciones militares no sirven.



El impacto mayor del desastre para los norteamericanos aún está por venir. Cuando terminen los cálculos de las compañías aseguradoras, la evaluación de los daños materiales, la adopción de medidas de resguardo frente a la depredación de las compañías petroleras, y la incineración de miles de muertos sin identificar; cuando se termine de destruir, quemar y encementar barrios completos para evitar una calamidad mayor, recién entonces el horror tendrá una dimensión de futuro.



Inevitablemente en el espejo de la sociedad estadounidense aparecerá todo el drama de la pobreza del Tercer Mundo como algo propio. Quedará en evidencia que lo ocurrido no es una cicatriz que el tiempo puede borrar, sino una llaga permanentemente abierta en su territorio. Y que ni ella, ni sus gobernantes, tienen un efectivo control sobre la situación, a menos que cambien el sentido de lo que entienden por seguridad humana.

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