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Que viva Lagos


Como un profundo agnóstico del sistema político chileno, las acciones y las ideas que ocurren en torno de él y que me conmueven, son muy pocas. Más aún, lo que se desprende y puede destilarse en el análisis es apenas el resplandor de movimientos indescifrables.



Sea en la materia que el azar disponga: derechos humanos, reforma constitucional, combate a la pobreza, libertad de expresión no teórica, política exterior, elecciones 2005, lo que emerge hacia el público es una punta del iceberg.



Lo observable en letras o imágenes hay que procesarlo entre líneas y episodios con información adicional, que también es esquiva y distorsionada. En la «era de las comunicaciones» es donde menos acceso la gente tiene a los movimientos reales en política.



Todo hecho en connivencia con el sistema que compacta el mensaje y que precisamente forman los medios, elemento sustancial del engranaje de la Elite del Poder, como diría C. Wright Mills.



Sin embargo, en toda esa oscuridad, la carta del ciudadano Ricardo Lagos al ciudadano Agustín Edwards rompe esa densa cortina de contrasentidos, e irrumpe como un destello que descubre, sino todo, parte lo que se esconde detrás de ese resplandor de democracia, ese resplandor de lo público, usando una imagen atribuible a Hanna Arendt.



La carta en sí representa un sentimiento acumulado por muchos ciudadanos que piensan que El Mercurio y el círculo del poder que gira en torno de su ejercicio político le ha hecho, y le continúa haciendo, un grave daño al país. Por omisión de información a violaciones a los derechos humanos, por incitación a la desestabilización institucional, y por asociación con la distorsión informativa registradas en diferentes fuentes.



A partir de esa trayectoria, El Mercurio ha restringido su expresión de servicio para ejercitar la intermediación crítica entre poder y ciudadanía a través de la información. El Mercurio, como todos los medios que acaban enraizándose en la Elite del Poder, por su ubicación, contraen y terminan destruyendo esa asociación de formar parte del ejercicio público de la intermediación a través de la información.



El Mercurio subsiste sólo porque en el estado liberal al que Chile aspira, conceptos eje como libertad, representatividad, autoridad, y legitimidad, encuentran dificultades para su materialización. El Mercurio forma parte de esas dificultades, más aún, contribuye para que no se remuevan de la sociedad chilena.



La carta hay que tomarla como un detonante de una situación que se hace insostenible precisamente si Chile aspira a reconstruir un estado liberal. Es una advertencia al tipo de medios asociados a la ruptura de ese pacto sagrado de ser intermediadores críticos e independientes de los poderes, y que no pueden continuar funcionando con la fanfarria moral de siempre. Cuando se han cometido graves errores en esa asociación de intermediación, los prestigiosos medios como The New York Times, The Guardian, The Angeles Times, y la BBC y nuestro vecino Clarín, han entregado explicaciones públicas.



La obstinación de El Mercurio de no entregar una disculpa pública a sus repetidas violaciones con ese pacto en la intermediación que no se fiscaliza ni con leyes ni posturas corporativas, y que se fiscaliza solo con el código de la decencia básica, es una de las piezas clave en el puzzle de por qué al estado chileno aún no se le puede definir como estado liberal. El ser antiallendista, o anticomunista, o antiestatista, o anti Lagos no es salvoconducto para el liberalismo. Esto es más duro intelectual y moralmente.



Nunca antes sentí tanta convicción de decir «Viva Lagos», como en esta oportunidad. La carta es un diagnóstico de situación que clava como una lanceta. Y la ausencia de respuesta -hasta ahora- del otro ciudadano es el corolario de ese diagnóstico. De pronto observé el dedo acusador a Pinochet, revitalizado ahora en la figura de Edwards, su asociado número uno en la cruzada de erradicar una forma de pensar.



Qué importa el tema familiar en un contexto donde el sistema del hacer estado liberal moderno, es precisamente la promiscuidad entre los poderes del estado y entre las capacidades y las oportunidades que ofrece esa promiscuidad. Es la realidad del tráfico de la supervivencia en ese estado liberal. Qué importa que sea en período electoral para ajustar cuentas y sacar ventajas. Qué importa la desprolijidad comentada por acólitos del poder, desprolijos ellos mismos en el ejercicio de la omisión diaria. Lo que importa era ver más al desnudo al político con todos los defectos del liberalismo, frente al usurpador de la condición humana básica.



Fue una brillante movida, limpia, nítida, reveladora aún de los propios errores, pero encausada en un proyecto de estado menos resplandeciente pero más real. Sigamos así, aunque el protocolo continúe. No fue tan tarde, nunca es tarde, aunque el protocolo continúe.



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J.F. Cole es escritor.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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