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Otoño dictatorial y primavera de la transición


El 21 de septiembre es el inicio del otoño en el hemisferio norte y de la primavera en el sur. Hace 29 años, justamente en la mañana de esa fecha, supe, en mi casa en un suburbio neoyorquino, que minutos antes había sido asesinado en Washington mi amigo Orlando Letelier, un demócrata intransigente, destacado dirigente socialista y figura respetada por los círculos liberales norteamericanos.



La explosión del automóvil que conducía en pleno centro de la capital de Estados Unidos, y a metros de la embajada dictatorial, que puso fin a su vida y la de uno de sus acompañantes, su asistente norteamericana, cuyo marido fue el único que salió con vida de los restos del vehículo, fue en un comienzo un gran pero incomprensible acontecimiento para la policía de Washington, los medios de comunicación y el gobierno norteamericano. La maquinaria judicial y policial estadounidense se puso en marcha y casi de inmediato descubrió que la causa de la explosión era una bomba.



Para los demócratas chilenos fue una nueva demostración de que Pinochet y sus secuaces gobernaban por el terror, no solamente en Chile sino también más allá de sus fronteras. En Washington, la víctima del magnicidio no fue solamente Orlando. Chile, como nación, enfrentaba a liberticidas, y el mundo civilizado así lo comprendió. Con el agravante de que quienes lo ordenaron, cegados por su egolatría y megalomanía, no comprendieron que también atentaron en contra del poder y prestigio del Estado norteamericano como un todo.



La presión estadounidense obligó a Pinochet a excluir del decreto ley en que se amnistió a sí mismo y a sus sicarios a los responsables del magnicidio de Orlando Letelier. Mientras tanto, los investigadores norteamericanos descubrieron la trama del complot criminal, a pesar de que al menos uno de los participantes, el cónsul chileno en Asunción, quien dio pasaportes falsos a los autores materiales, se suicidó poco después en Santiago, o al menos así lo afirmaron los funcionarios de la dictadura.



Ante la sorpresa de Washington, todos los indicios apuntaron hacia Chile. Se trataba nada menos que del magnicidio de un destacado hombre público, que era huésped de Estados Unidos, por agentes de una dictadura de su propio patio trasero y en la capital misma del imperio, es decir, de un crimen de lesa majestad.



Los hechores físicos fueron identificados en un plazo relativamente corto. Para romper el silencio, se les ofreció aceptar que se declararan culpables por delitos algo menores y, a la vez, protección, la que mantienen hasta hoy, a cambio de que confesaran los detalles del crimen y prestaran testimonio acerca de quienes les dieron las órdenes y medios para ejecutarlo. A uno de ellos, Fernández Larios, se le sacó por medios clandestinos de nuestro país. En Estados Unidos solamente hay clemencia con quienes cooperan con la justicia.



Pinochet y, en especial, su entorno, descubrieron que se habían hecho de un enemigo temible; y tuvieron que aceptar la derrota en el plebiscito y el inicio de la transición hacia la democracia.



En otras palabras, tras el asesinato de Orlando comenzó el otoño de la dictadura y la primavera del inicio de un largo y pedregoso camino, cuya meta final es la democracia plena. Sin embargo, que tuviéramos en Chile presidentes elegidos no fue suficiente para Washington y el mundo civilizado. Ahora, muchos colaboradores de la dictadura tienen orden de arresto internacional y, como no se sabe quiénes son, un numeroso grupo de civiles y militares que fueron poderosos en la era de Pinochet no se atreve a salir del país.



El golpe siguiente, después de la detención del dictador en Londres gracias a los esfuerzos de un abogado prestigioso e incansable, Garcés, y de un juez incorruptible, Garzón, llegó con la investigación de una Comisión del Senado estadounidense sobre el banco Riggs, que comenzó a revelar el lavado dinero y la corrupción del dictador. Fue como ver de nuevo a Orlando en los pasillos del Capitolio.



¿Será eso suficiente? No lo creo, los crímenes de lesa majestad, en un mundo piramidal como el actual, son más imperdonables que los de lesa humanidad.



Este 21 de septiembre, asistí a una romería en conmemoración de la muerte de Orlando frente a su tumba en el Cementerio General. La inscripción reproduce una de sus últimas frases, casi un epitafio, cuando el dictador le quitó la nacionalidad días antes del magnicidio: «Nací en Chile, soy chileno y moriré chileno».



La ceremonia fue organizada por una escuela de El Bosque, una comuna popular de Santiago, que lleva el nombre Orlando Letelier. Fue emocionante ver la dedicación de esos maestros y jovenzuelos. Las niñas bailaron dos piezas, «Soy del pueblo» y un vals dedicado a Valparaíso, que eran preferidos por Orlando. Escuché un apasionado sermón de un presbítero colombiano, que trabaja con esa escuela, en defensa de la democracia, la libertad y los derechos de los pobres, como en otros tiempos, cuando hasta yo, un agnóstico, vibré con ese discurso eclesiástico.



Osvaldo Puccio recordó su año de prisión con Orlando, también en la isla Dawson, después del golpe; me extrañó que no mencionara un saludo del Presidente Lagos, tal vez porque improvisó. Por las palabras del alcalde de El Bosque, quien es profesor, me impuse que en su comuna otras escuelas se llaman general Carlos Prats, Bernardo Leighton, Salvador Allende, porque quieren recordar a los héroes patrios cercanos. Juan Pablo Letelier, en un discurso personal y político, mencionó la amistad de su padre con Salomón Corbalán, quien representó la circunscripción senatorial en la cual hoy es candidato.



El público fue poco numeroso. Isabel Margarita Morel, la viuda de Orlando, algunos alcaldes de las comunas que Juan Pablo representa en la Cámara de Diputados, Jorge Insunza acompañado de otro dirigente comunista, algunos amigos y profesores y alumnos de la escuela Orlando Letelier. Doña Tencha se excusó por razones de salud, lo que es muy comprensible. La clase política, incluso del bloque progresista, en cambio, brilló por su ausencia.



Más de una vez me llamó la atención que durante la transición a la democracia, y sólo muy recientemente, se recuerda casi exclusivamente a Salvador Allende; tal vez porque su figura es tan universal que cada cual puede interpretarlo a su manera.



Respecto de sus colaboradores socialistas, como Letelier, Tohá, Briones, o amigos DC, como Leighton, todos ellos demócratas cabales e incorruptibles, pareciera eludirse su memoria. Da la impresión que son incómodos para algunos miembros de la actual clase política que se dicen democráticos y que en 1973 fueron golpistas o termocéfalos, y nos precipitaron a la tragedia de la dictadura. Los demócratas perdimos y todos sufrimos las consecuencias.



Con todo, mientras subsistan alcaldes y municipios como El Bosque y políticos como Juan Pablo Letelier, no se perderá la memoria de quienes dieron su vida por la libertad, y podrán ser recuperados por las generaciones venideras como un contrapeso a la era del terror.



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Iván Auger es consultor internacional

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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