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No hago la guerra… prefiero el amor


Es bastante inusual presenciar un encuentro internacional enfocado en «Los Militares, la Paz y la Democracia», en el cual oficiales activos y jubilados se reúnen, junto con civiles y representantes del clero, para dialogar sobre «el desafío ético del uso de la fuerza en el respeto del derecho y de la democracia».



Ese encuentro, organizado por la Corporación Ayún, el Centro de Estudios Estratégicos de la Universidad ARCIS, la Escuela de la Paz de Grenoble -centro de investigación, formación y educación para la paz-, y la Fundación Charles-Léopold Mayer para el progreso del hombre (Suiza y Francia), juntó la semana pasada en nuestra capital a participantes de Chile, Colombia, Venezuela, Uruguay, Ecuador, Argentina, Brasil, Pakistán, India y Francia, entre los cuales varios habían sido expulsados de sus respectivas fuerzas armadas por regímenes dictatoriales y/o detenidos como prisioneros políticos. En su agenda de reflexión: militares y democracia, seguridad e integración regionales, y el tema más incendiario de todos, la ética del oficio de las armas.



Desde el inicio de la «guerra contra el terrorismo» lanzada en reacción a los ataques del 11 de septiembre de 2001, se ha intensificado el debate sobre la relación entre los fundamentos de un conflicto armado y la aplicación de normas para minimizar las pérdidas humanas y materiales ocasionadas por las hostilidades.



Los estados y los pueblos que llegan al enfrentamiento armado siempre argumentan que lo hacen por una causa justa, sin consideración de los excesos ni de las consecuencias irreversibles de esa práctica: aplastar al supuesto enemigo basta para comprobar su culpabilidad. La historia universal está saturada de ejemplos brutales, y la lista sigue creciendoÂ… Pero por el otro lado observamos que desde las civilizaciones más antiguas se buscan maneras de limitar esa misma violencia, incluso cuando sus instigadores la «legalizan» o «institucionalizan» bajo el nombre de «guerra».



La concepción que los hombres tenían de la guerra y de su carácter justo se ha ido modificando a medido que los estados se organizaban y redactaban constituciones, hasta que dejó de entenderse como una manera de imponer una creencia o una doctrina, y se consideró solamente como un medio de resolución de conflicto, por llamarlo así, entre dos partes sin juez común.



Al mismo tiempo, se fueron definiendo normas -incluyendo restricciones y prohibiciones en el empleo de ciertos tipos de armamento- para regir los conflictos armados, normas que quedaron codificadas, principalmente, en los Convenios de Ginebra, la Declaración de San Petersburgo, la Carta de las Naciones Unidas y los Convenios de La Haya. Esos acuerdos, además de definir las reglas de manejo de las hostilidades, toman en consideración la graduación de los efectos de la guerra en la población civil, así como la minimización de los daños materiales, la legitimización de las acciones y la libertad de acción en general.



Por su parte, los participantes del encuentro «Los Militares, la Paz y la Democracia» siguen interrogándose sobre la existencia de una guerra que se pueda definir como «justa», y por lo tanto, sobre los parámetros de legitimidad de utilización de la fuerza armada. Además, considerando que la guerra ha dejado de ser exclusivamente un instrumento de defensa para convertirse en un instrumento político y económico, se trata ahora de definir los parámetros que deben orientarla.



A ese nivel, el debate se enfrentó con el problema de la distinción tenue entre el ejercicio del derecho de legítima defensa y la agresión basada en la sospecha de un ataque ajeno, el primero siendo un acto lícito y el segundo un acto ilícito – sin embargo, la mayoría de los estados involucrados en conflictos armados en los últimos 50 años siguen proclamando que solamente hicieron uso de legítima defensa. De ahí la famosa distinción entre guerra preventiva, que implica una causa justa -me protejo contra un ataque inminente, inmediato y real-, y la guerra preemptiva, que es ilegal y consiste en imponer su posición por la fuerza – asumo que me pueden atacar, y eso justifica mi ataque. También se planteó el tema de la aplicación diferenciada del derecho humanitario, ya que en la mayoría de las agresiones armadas, los verdaderos instigadores quedan fuera del alcance, y por lo tanto las represalias se dirigen hacia los prisioneros, heridos o civiles.



Finalmente, considerando el hecho de que, por la misma naturaleza de su oficio, un militar debe obedecer, salvo cuando la orden va en contra de la ley y/o de los acuerdos internacionales ya mencionados, se desarrolló el asunto de la definición de los parámetros de uso de la fuerza militar, así como de la dimensión legal y ética de dicho uso, ya que en los momentos de crisis se observa una tendencia a justificar los recursos condenados en otras circunstancias. Subrayaron también los participantes del encuentro que el empleo del poder militar se debía limitar a su misión normal de represión contra una amenaza exterior, y no involucrarse en situaciones sociales, interiores, que incumben a otras entidades.



Reconociendo que la paz no existió nunca y que la guerra es, en realidad, un producto cultural, uno se puede interrogar sobre la viabilidad de un proyecto -tan debatido y alabado- de desarme global, que tendría, además, que considerar la reconversión de la industria y de la fuerza militar, y articular una visión integral de seguridad para evitar de alcanzar un punto de no retorno. Llegar a una acción concertada al nivel internacional constituye el mayor desafío, si en definitiva la conciencia sigue siendo la última instancia.





Sylvie Moulin. Académica, cronista y coreógrafa.




  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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