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Editorial: Hacia una nueva Constitución


El Gobierno elevó mediáticamente las recientemente promulgadas reformas constitucionales al rango de nueva Constitución, dando con ello, además, por concluida la transición a la democracia. Según esta versión, salvo la reforma del sistema electoral binominal, el diseño institucional de nuestro sistema político estaría terminado, abriéndose paso con ello a un funcionamiento de plena normalidad.



Ciertamente, esta visión sobredimensiona el alcance de estas reformas. Aunque introducen cambios y mejoras democráticas importantes, en alguna medida sólo constituyen el certificado de defunción de instituciones ya fenecidas de muerte natural, como el descontrol del poder militar por el poder civil, o que devinieron en impresentables para moros y cristianos, como los senadores designados.



Pero la actual Constitución no sintoniza con los valores democráticos al otorgar certificado de plena legitimidad a una carta magna impuesta por el régimen militar, que nunca ha sido votada por el soberano de manera libre.



De ahí que no es extraño que a menos de dos meses de reformada, surjan propuestas de modificarla, para que cuente con la legitimidad de la soberanía popular (además de propuestas de modificar el sistema electoral binominal, materia de una ley orgánica constitucional). El hecho de que parte de estos planteamientos surjan desde la propia coalición de gobierno, denota un distanciamiento importante con el valor que La Moneda le ha dado a las reformas aprobadas.



Sectores socialistas han mencionado la convocatoria a una asamblea constituyente, tema que merece una reflexión más a fondo. No sólo por su propia denominación, que lleva implícita reminiscencias y cargas subjetivas que hacen pensar en crisis profundas de las instituciones públicas, cuestión que -fuera de toda duda- no ocurre en Chile. Además, exhibe un problema de fondo, ya que tal mecanismo no está previsto en el actual cuadro institucional, y en tal circunstancia, la creación ad-hoc de una Comisión Constituyente generaría una presión institucional que podría paralizar en muchos aspectos al país.



Entonces, el desafío es encontrar un mecanismo de bajo perfil, de amplia representación y capaz de trabajar los acuerdos de propuestas, para luego someterlos al veredicto popular, como un acto fundacional de la etapa que se iniciará con el Segundo Centenario. Que tenga el espíritu de la democracia de los acuerdos, sin los vicios de la exclusión y la falta de participación.



Es esencial llegar al Bicentenario de la República con una norma fundamental en la que se reconozcan todos los chilenos, y en la que se exhiban de manera armoniosa los desarrollos ciudadanos, institucionales y valóricos que el país ha experimentado en estos años. Su logro puede ser el compromiso de los chilenos de hoy con las generaciones que fundaron el país y, por sobre todo, con las del futuro.



El Chile de hoy no se traumatiza por asumir sus cambios sociales y culturales, cada vez más propios de una democracia moderna: la tolerancia, el apego a las libertades, el respeto a la diversidad y el pluralismo cultural. Madurez que se expresa en la ruptura de los cánones de género hasta hoy tradicionales en la política, en la aceptación de una concepción amplia y diversa de familia, y, en lo anecdótico, en el uso del condón como método de prevención sexual. Todo esto, que tanto les cuesta aceptar a los sectores ultramontanos y conservadores de nuestra sociedad, no se expresa bien en la actual Constitución, lo que se agrega a su ilegitimidad de origen.



Si existe un clima de consenso político básico, demostrado en la aprobación de las reformas democratizadoras, además de una atmósfera cultural y política de normalidad, podemos tener un fondo social y político para concretar el proyecto de una nueva Constitución para el Bicentenario.



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