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Editorial: Votaciones secretas vs transparencia y legitimidad democrática


El debate suscitado en el Senado sobre los alcances que para la actividad legislativa tiene la reforma del artículo 8ÅŸ de la Constitución, que establece la publicidad de los actos y resoluciones de los órganos del Estado, tiene enorme significación republicana para un país que ha hecho de la opacidad y el secreto una cuasi virtud.



Porque pese a su cultura legalista, y a los avances experimentados en materia de información desde la administración hacia la ciudadanía, hasta ahora no se había concretado un reconocimiento constitucional del derecho social a la información. Entendido éste no sólo como una expresión de libertad de opinión y prensa, sino como un principio de transparencia que materializa la responsabilidad política por los actos de los mandatarios -en este caso, los parlamentarios-, frente a la ciudadanía.



En ese sentido, la discusión sobre los ajustes reglamentarios propuestos por el Presidente del Senado, en cuanto a eliminar, como regla general, el secreto en las votaciones, constituye una potente herramienta para alcanzar legitimidad democrática, porque pone al alcance del conocimiento del soberano, el pueblo de Chile, las decisiones políticas de sus representantes.



No se comprende entonces la fuerte oposición que ha recibido la propuesta, sin mayores argumentos doctrinarios, desde todos los sectores políticos, ni la falta de compromiso democrático de actores que otrora vieron lesionados sus derechos por los vicios del secreto en la vida pública.



En la democracia moderna, al igual que ocurre en muchos ámbitos de la administración del Estado, ciertos actos del legislador tienen un carácter administrativo, de reforzamiento de la legalidad o de articulación institucional, y no la forma de una ley. Estos actos son parte fundamental de la ecología política en la cual opera un parlamento y resuelven su funcionamiento. Un ejemplo de ello es el procedimiento para designar jueces de la Corte Suprema, cuyo fin es integrar la voluntad del Estado en torno a una decisión cuya responsabilidad se encuentra fraccionada entre los legisladores, y debe expresarse como una mayoría.



Bajo esos solos argumentos, ya podría considerarse como atingente y necesaria la propuesta del senador Sergio Romero. Porque ella no está referida exclusivamente a una autonomía funcional, como han tratado de argumentar algunos opositores a la iniciativa, sino a la forma cómo se integran los poderes institucionales en una democracia, y a su vínculo efectivo con los valores de orientación de todo el sistema político.



Chile, por razones ampliamente loables, ha consagrado como uno de sus valores de orientación la probidad, vinculando su realización a la exigencia de información y transparencia.



Sería absurdo pensar que la referencia del artículo 8ÅŸ de la reformada Constitución está destinada a actos de la administración central, y no un principio esencial de toda actuación de funcionarios públicos, incluidos los parlamentarios. Más aún si estos son inviolables por las opiniones que manifiesten y los votos que emitan, según el artículo 61 de la misma Carta fundamental.



¿Para qué necesitarían, entonces, del secreto como instrumento de trabajo, cuando de manera fundada, y dejando constancia de ello, lo pueden obtener en casos calificados? Para nada, a menos que se desee sustraer al conocimiento de los electores, los juicios y votos emitidos por sus propios representantes.



El secretismo que pretenden muchos honorables, además de una especie de engaño, va en desmedro del derecho ciudadano de ejercer el voto con pleno conocimiento de a quién se está votando, y genera la percepción de que los parlamentarios rehusan hacerse responsables por las decisiones que adoptan en representación de los intereses del pueblo de Chile. Lo cual genera un clima de sospechas y desconfianza ciudadana en su Parlamento y, en consecuencia, una pérdida de legitimidad de la democracia.



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