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Regreso a los años 50: Raíces del poder corporativo


Regreso al «secentismo» fue la pulsión más detectada en el resplandor mediático con más resonancia para describir la postura del candidato presidencial Tomas Hirsch, frente al proyecto de «Chile-País». En este caso, a falta de un análisis más profundo para averiguar si algo no está funcionando en la estructura de poder que alberga la gobernabilidad actual, la tendencia es a compactar el mensaje recurriendo a símbolos establecidos, o simplemente al cliché desgastado.



Sin embargo, una variada gama de ejemplos en Chile y en el mundo, hace pensar que lo que se presencia en el contexto mayor es un viaje generalizado a los años 50, cuando se incubaban las bases del poder corporativo de la tríada de los poderes político-militar-económico. Esta combinación ha probado tener una relativa eficiencia, porque prevalece hasta hoy como una unidad productiva de poder que se expresa a través del Estado y su gobierno.



Uno de esos ejemplos ha sido la reafirmación del Gobierno de Chile de que el haber formado parte de la CNI no es un factor que descalifique a un oficial de las FFAA para ocupar altos cargos en el Ejército. La posición ha sido enunciada como una política de Estado. En el ámbito de políticas de Estado no resueltas en derechos humanos, establece una bomba de racimo política que está latente y que hay que leerla entre líneas.



Este ejemplo de Chile es una confirmación de que para asegurar gobernabilidad bajo un sistema de seguridad global y local en transición, y que aún no se consolida en sus más mínimas bases, hay que recurrir a lo que se tiene, y eso es limitado. En la nueva doctrina de seguridad no hay barreras, como las de los derechos humanos. Se ha demostrado en los Balcanes, Haití, Irak, Israel-Palestina, en otros.



Sin embargo, allí reside la concepción corporativa del poder. Esta se expresa también en la concepción corporativa de gobernabilidad, donde es perfectamente justificable que los miembros de operativos de inteligencia con trayectoria en organismos que cometieron torturas y violaciones a los DDHH, puedan ocupar posiciones de influencia y poder en aparatos políticos y armados, en esta nueva alianza entre poder civil y militar.



El objetivo es formar los nuevos cercos de protección a un sistema socioeconómico que, desde su interior, desde sus bases políticas de representatividad, es frágil y vulnerable. Se observa, ejemplo tras ejemplo, en Asia, África y América Latina, y las excepciones sólo vienen a confirmar la regla.



Las raíces de esa tríada de poder corporativo moderno provienen de la época del macartismo más concentrado en los EEUU (1947-1953). Un período clave en la historia política mundial, cuando el bloque político en los EEUU más confrontacional con la expansión del poder soviético, recurre al contingente operativo residual del gobierno nazi desmovilizado después de la derrota alemana en la segunda guerra mundial.



En el horizonte, la idea de contener la expansión comunista justificaba todos los medios, y el gobierno del Presidente Truman y los dos primeros años del Gobierno de Eisenhower se destacaron en aplicar la esencia de los textos de Macchiavello, Thomas Hobbes y Joseph Schumpeter, para la gobernabilidad eficaz.



Esta forma de practicar estrategias de gobernabilidad donde todo cuenta, impactó en las políticas de estado de un centenar de países durante más de 50 años y se instaló como una cultura política. En realidad, el período transcurrido de desmovilización de la guerra fría -1991-2005-, son un tramo muy reducido para reconvertir una fuerza de seguridad bajo otras formas de gobernabilidad. La pregunta es ¿han cambiado las formas de gobernabilidad, por mucho que los estudios de las Naciones Unidas y otras agencias, indiquen que los sistemas electorales están eligiendo gobernantes?.



Deliberadamente o no, los que diseñan doctrinas de seguridad, continúan omitiendo el problema de asincronía o desfase temporal, entre velocidad económica y velocidad política, que el propio «sistema socio-económico mayor» produce. Todavía más, esa asincronía está generando más tensiones políticas que, a su vez, derivan en inseguridad.



En definitivas cuentas, el sistema mayor no se siente seguro de sí mismo, lo que induce al control más invasivo de los mecanismos de participación ciudadana, en un área -el de la seguridad- que se creía resuelta con la caída del sistema soviético. Los paladines del discurso anti tiranía en Occidente, como en el ejemplo de un extraño alacrán, continúan construyendo sus anillos de fuego.



Y allí reside el problema central. Se concibe la seguridad como un problema donde prevalece el concepto de proteger el entorno como un cerco a la sociedad, y no cómo una concepción de seguridad que se geste desde el tejido social de ésta. Esto al parecer, vendría siendo la última utopía: la inconmensurable distancia que separa a la ciudadanía del botón nuclear.



Las cuestionadas palabras recientes del presidente iraní Ahmedinejad sobre la «desaparición» del Estado de Israel hay leerlas entrelíneas, y en el contexto mayor. Responden al exacto estado de confrontación y beligerancia que no se ha erradicado, porque la doctrina de seguridad es un mito en la democracia liberal hasta que se produce el hecho letal.



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J. F. Cole es escritor

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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