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El modelo es neoliberal


El modelo económico chileno es neoliberal. Puede no gustarnos esta palabra tan desprestigiada. Pero, cuando se sostiene que «el modelo» se debe rectificar, corregir o cambiar, lo que se está cuestionando es el neoliberalismo o partes de éste. La protesta ciudadana, soterrada por largos años, se ha desplegado al calor de las elecciones presidenciales y la crítica al «modelo» se ha hecho evidente en varios ámbitos.



Existe rechazo a las AFP y a las Isapres porque éstas han convertido la salud y la jubilación de los ancianos en un negocio; preocupa la indefensión de los consumidores por las arbitrariedades que sufren en los supermercados, las farmacias y las casas comerciales; hay desesperanza en las familias pobres y de clase media por la existencia de una educación pública que no entrega oportunidades para el progreso de sus hijos; hay inseguridad en los hogares frente a las empresas de servicios públicos, que envían todos los meses uno cobros inexplicables; existe descontento en los trabajadores por la precariedad del mercado laboral y el debilitamiento de los sindicatos; y, existe molestia en la ciudadanía por la intervención del poder económico en la vida política.



No debiera sorprender, entonces, que los chilenos cuestionen la deficiente regulación estatal y unas políticas públicas que favorecen a los grandes capitalistas y perjudican a los pensionados, a los enfermos, a los consumidores de bajos ingresos, a los estudiantes pobres, a los trabajadores y a los pequeños empresarios. Lo que quisieran los chilenos es que el Estado tomara partido por los débiles para compensar esa acumulación de privilegios que favorece a los poderosos. Los chilenos quieren que el «crecimiento con igualdad» se manifieste efectivamente en las políticas públicas y no sea sólo una frase retórica para las elecciones.



John Williamson, en 1990 [1], acuñó el término «Consenso de Washington», para precisar los ejes definitorios del neoliberalismo, los que se resumen en lo siguiente: disciplina presupuestaria; reforma fiscal con bases imponibles amplias y tipos marginales moderados; liberalización financiera, especialmente de los tipos de interés; tipos de cambio competitivos; liberalización comercial; apertura a la entrada de inversiones extranjeras directas; privatizaciones; desregulaciones; cambios en las prioridades del gasto público a favor de sanidad, educación e infraestructura y, garantía de los derechos de propiedad. Este decálogo ha sido de aplicación rigurosa en Chile.



Al cabo de dos décadas de implementación de estrategias de desarrollo basadas en este modelo sus resultados son desastrosos en los países de América Latina. El mismo Willamson, en el documento que preparó como insumo para el «Informe Económico Mundial, 2000» del Banco Mundial, se muestra desencantado. A confesión de partes relevo de pruebas.



Chile parece ser la excepción, con un buen comportamiento económico, el despliegue de modernidades en varios ámbitos y con una evidente reducción de la pobreza. No obstante, las manchas negras del neoliberalismo chileno son la creciente concentración del poder económico y la consecuente contracción de las libertades y derechos ciudadanos, lo que se traduce en desigualdades y vulnerabilidades que han llegado a convertirse en un rasgo social dominante.



¿Qué ha sucedido en Chile? ¿Cuales son las razones del «éxito» del modelo en crecimiento y reducción de la pobreza? ¿Cuánto hay de efectivo neoliberalismo en las políticas públicas de nuestro país?



La reestructuración económica de Chile empezó bajo el régimen de Pinochet, pero fue menos neoliberal de lo que parece. En realidad, bajo el régimen autoritario, el Estado desplegó una intervención muy fuerte en la economía en beneficio de los grandes empresarios nacionales e internacionales. Gracias a un conjunto de políticas públicas, muy contrarias al paradigma neoliberal, se generó una «acumulación primaria» de capitales que colocó el poder económico en manos de unos pocos empresarios ligados a Pinochet.



Después del golpe, desde mediados de los años setenta y hasta comienzos de los noventa, se aplicaron generosas políticas de apoyo estatal a la producción y a las exportaciones, en trasgresión a la libertad de mercado. Los subsidios a la plantación de bosques permitieron potenciar el sector maderero y la celulosa; el éxito del salmón en el mercado internacional tiene una gran deuda con el sector público, ya que la Fundación Chile financió la investigación tecnológica, para hacer viable su explotación; las empresas constructoras se encuentran prácticamente exentas del impuesto al valor agregado, desde hace treinta años; el reintegro simplificado a los exportadores, hoy día eliminado, benefició con un subsidio estatal a los medianos empresarios.



Al mismo tiempo, las privatizaciones, sin transparencia alguna, fueron un virtual subsidio que favoreció al empresariado pinochetista; la crisis financiera de 1982-1983 fue salvada con recursos públicos, para beneficio de los banqueros; la minería privada en el cobre ha tenido el inmenso beneficio de la depreciación acelerada junto a la aceptación complaciente del juego intracorporativo, lo que les ha permitido a las transnacionales eludir el pago de impuestos; y, lo más importante, también en beneficio del empresariado, fue el Código Laboral establecido durante la dictadura que sirvió para impedir la negociación sindical, lo que junto a una represión implacable, le entregó un poder omnímodo la sector patronal. Fue ese mismo Estado el que dio por terminadas las políticas sociales universales, favoreciendo la ampliación de los negocios empresariales privados en los ámbitos de la seguridad social, la salud y la educación.



Después de estas políticas públicas, con fuerte intervención estatal en la economía, es que, a partir de 1985, se produce un vigoroso aumento de la actividad productiva. Éste, entonces, no puede atribuirse al mercado libre y tampoco a políticas públicas neutrales sino a un Estado militarizado y dictatorial, que colocó al sector público manifiestamente al servicio de los grupos económicos nacionales y extranjeros para favorecer una «acumulación primaria» de capitales. Por tanto, bajo el régimen de Pinochet se implementó un proyecto pro-empresarial en que el Estado, y no el mercado, se convirtió en el factor principal de acumulación capitalista y en el punto de arranque del actual modelo neoliberal.



Curiosamente, los gobiernos democráticos, los políticos de la Concertación y sus tecnócratas, han sido más neoliberales de lo que ellos mismos imaginaron. La vigorosa crítica al «modelo», que la oposición a la dictadura realizó hasta fines de los años ochenta, pasó al olvidó cuando ella se convirtió en gobierno.



Como en el cambalache, todo lo que antes se había quemado comenzó a adorarse. El miedo a los poderes fácticos, la falta de voluntad para cambiar lo existente o el convencimiento ideológico impidió a los gobiernos de la Concertación utilizar el Estado para restituir las posiciones de poder que la dictadura y los Chicago boys le habían cercenaron a la mayoría nacional. En efecto, consolidados los grandes empresarios en el mercado local e internacional, sus exigencias para ampliar ganancias estaban ahora en el libre mercado, en la reducción de los impuestos y en la flexibilidad laboral. Y con estos caballitos de batalla preferían un «Estado neutral», que «dejara trabajar tranquilo» a los empresarios.



Así las cosas, durante los gobiernos de la Concertación se han reducido los subsidios y se ha renunciado a las políticas de promoción a la producción y a las exportaciones, lo que, en el marco de una vigorosa demanda por recursos naturales, acentúa el peligro de profundizar nuestra especialización en actividades de bajo valor agregado. En segundo lugar, la «política de neutralidad» del Estado, convirtió en usurera a la alta tasa de interés que se les cobra a las pymes, provocando una alta mortalidad de las empresas pequeñas, con un desempleo permanente de quinientos mil trabajadores. En tercer lugar, a pesar de la evidencia nacional e internacional que para reducir las vulnerabilidad externa se precisa de una adecuada regulación a los flujos de capital, se ha preferido profundizar la liberalización de la cuenta de capitales, en correspondencia con la moda en Wall Street y en el FMI. En cuarto lugar, el Estado ha sido complaciente con la concentración patrimonial, no ha facilitado la libre competencia y ha colocado en condiciones de indefensión a los consumidores. En quinto lugar, la debilidad de los sindicatos se ha profundizado, producto de una legislación que promueve la externalización, limita la negociación colectiva y no tiene eficacia fiscalizatoria.



La preconizada libertad inherente al modelo se diluye en medio de una aguda concentración del poder económico que, como ha reconocido Felipe Lamarca «Â…hoy estamos ante la paradoja de que el mundo va hacia la democracia, pero en Chile hay menos democracia en lo económico y también en lo político». Lo más significativo, sin embargo, pasa por el antagonismo creciente entre los intereses del reducido grupo de empresarios chilenos ligados a la internacionalización de la economía y el mayoritario grupo de productores y empresarios que, como consecuencia de la desiguales condiciones de competencia, paulatinamente van siendo desplazados hacia la periferia de la economía o simplemente fallecen.



En suma, los grandes empresarios, que se desarrollaron gracias al estatismo de Pinochet y que se consolidaron gracias al liberalismo de la Concertación, han vivido en la más plena seguridad y protección para potenciar sus negocios. En cambio, los pequeños empresarios, los trabajadores, los estudiantes pobres, los pensionados y un amplio espectro de consumidores, enfrentan el desafío cotidiano de la desprotección y de las desigualdades frente al sistema económico. El modelo es neoliberal. No responde a los intereses de la mayoría de los chilenos y, por ende, hay razones poderosas para exigir su rectificación.





* [1] WILLIAMSON, J. (1990), «What Washington Means by Policy Reform?», en J. Williamson (ed.), Latin American Adjustment: How Much Has Happened?, Institute for International Economics, Washington DC.



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Roberto Pizarro fue ministro de Planificación y actualmente es asesor de la Direcon.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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