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Nostalgia de futuro


Con las nuevas regiones de Arica y de Valdivia se va a desordenar la numeración que dejó la reforma regional, cuando las 25 provincias se amalgamaron en 13 zonas rotuladas en números romanos, al gusto de la época de Augusto. En una época en que muchos no teníamos ocasión de ir más allá de la costa, los nombres de las provincias nos llevaban en un viaje de exploración por el territorio donde se fraguaban los sueños de un país a medio hacer. El trayecto longitudinal desde «Tarapacá, capital Iquique», hasta «Magallanes, capital Punta Arenas» tenía una sonoridad ferroviaria que reforzaba el lugar común de que Chile era país de poetas. Cómo no iba a serlo, si hasta la cartografía se hacía en versos octosílabos como «Cautín, capital Temuco», «Chiloé, capital Ancud» o endecasílabos como «Aconcagua, capital San Felipe» y «Atacama, capital Copiapó».



Me pregunto si la nueva región de Arica será la I-A o la I a secas y qué dígito le corresponderá a la de Valdivia si es que los números corren como en una cola burocrática. Me pregunto con particular curiosidad qué pasará con mi región, que lleva el número XIV. Parece lógico que le corresponda otra vez el número de la cola; después de todo, esta región imaginaria, desde donde escribo esta columna imaginaria, no elige ni siquiera un presidente imaginario, ni menos senadores ni diputados. No necesita intendencia ni alcaldías, ni tampoco requiere mayor atención de parte del Ministerio de Hacienda, a pesar de que seguramente genera su buena cantidad de remesas en moneda dura.



Me huele que el número que nos tocará en el nuevo reparto será el último, como para que nadie se olvide de que el reconocimiento que se nos da es simbólico y sin mayores consecuencias prácticas. Los números de verdad se reservan para los ciudadanos «auténticos», los de primera categoría, los que por acción o por omisión (o por default) viven en el territorio rotulado en los mapas como Chile y cuya ciudadanía, por lo tanto, jamás se pone en entredicho. El número de la cola es un emblema de una postergación que a muchos les parece natural.



A pesar de que estamos ya bien adentrados en el siglo XXI, la dupla decimonónica del mapa y el censo mantiene su función como instrumento positivista para fijar los límites del territorio y la ciudadanía. Hace poco se realizó un censo para establecer cuántos chilenos viven en el extranjero, pero el concepto matriz en la interpretación de esos datos es el de contar cuántos faltan. Este censo, para ser afín con la mirada oficial del Estado, es un catastro de los ausentes. Nadie dice que somos dieciséis millones de chilenos, sino que somos quince, y que anda por ahí casi un millón más, desperdigado.



Por supuesto, los que vivimos «del lado de acá» (como decía Cortázar, con un ojo vuelto a París y otro a Buenos Aires) no estamos muertos ni desaparecidos, aunque me da la impresión de que funcionamos en la imaginación de algunos de nuestros compatriotas como una especie de zombies. De vez en cuando estos zombies aparecen en el aeropuerto de Santiago, respiran un tantito de esmog, y después de un tiempo, recuperado ya el color gracias a una infusión de rayos ultravioleta, porotos granados, humitas, empanadas y pastel de choclo, regresan a su territorio de las sombras. (Curiosamente, los que vivimos en el hemisferio norte de América generalmente llegamos a Chile al amanecer y nos marchamos de nuevo en vuelos nocturnos. «I can see the red tail lights heading for Spain» nos canta Elton John, must be the clouds in my eyes, deben ser mis ojos que se nublan.)



Tal vez por la prevalencia de la idea de que vivir fuera de Chile es un estado de suspensión incluso comparable con la muerte en vida, es difícil para los que estamos afuera opinar o participar sin correr el riesgo de que en algún momento se nos descalifique por estar «desconectados» de la realidad chilena. Hasta la devoción o la obsesión con que nos dedicamos a pensar los asuntos de Chile se nos echa en cara, presumiendo que estamos «pegados» en un limbo obsoleto y plañidero. La frase del escritor inglés LP Hartley, «el pasado es un país extranjero —allí las cosas se hacen de forma diferente» se invierte para juzgar nuestra situación, y pareciera que estar en el extranjero equivale a estar en el pasado, o por lo menos en un presente tardío o diferido. «Es que tú hace tanto tiempo que te fuiste», nos dicen, «Chile ya no es el mismo», como si eso fuera una novedad.



No es culpa exclusiva de los compatriotas del interior que se nos vea así. Desde hace mucho tiempo opera entre muchos de nosotros los de afuera -no todos, claro—un discurso hipernostálgico que se nutre de la añoranza, subraya la ausencia y que en sus versiones más deprimidas se identifica con el despojo. Hasta la terminología que usamos está imbuída de (melo)drama: la diáspora, calamidad funesta de la dispersión, es el término de moda. Cunde la costumbre de enfatizar que vivimos nuestra chilenidad como una carencia. Las celebraciones dieciocheras en el extranjero, por ejemplo, tienen una atmósfera de alegre desesperación, por mucho que uno lo pase bien en ellas, porque la reproducción de los múltiples objetos de la nostalgia nunca nos satisface. Si las empanadas son buenas, sufrimos mientras las disfrutamos; si son malas, gozamos sufriéndolas. La sencilla empanada pasa a ser un objeto de deseo, más allá del bien y del mal. Su consumo se convierte en una eucaristía fervorosa en busca del mágico cuesco de aceituna que al chuparlo nos lleve de vuelta. Le ponemos harto, demasiado pino, y aceptamos como axioma que la mejor empanada hecha fuera de Chile no puede ser mejor que la peor Made in Chile. No somos originales en esto: ya Dante en la Divina comedia había advertido lo amarga que es la sopaipilla del destierro.



En las reuniones de nuestro exilio europeo de los 70 y los 80 se citaba mucho una carta escrita por el jesuita criollo Lacunza, expulsado a Italia a fines del siglo XVIII. Describe en ella un ensueño muy vívido: «Actualmente me siento tan robusto que me hallo capaz de hacer un viaje a Chile por el Cabo de Hornos. Y pues nadie me lo impide ni me cuesta nada quiero hacerlo con toda mi comodidad. En cinco meses de un viaje felicísimo llego a Valparaíso y habiéndome hartado de pejerreyes y jaivas, de erizos y de locos doy un galope a Santiago: hallo viva a mi venerable abuela; le beso la manos, la abrazo». Lacunza asocia el consumo alimenticio con el regreso a la patria, y este regreso tiene visos de una verdadera resurrección del cuerpo y del espíritu.



En contraste, Lacunza pinta la vida del exilio como una muerte lenta, o muerte en vida: «Todos nos miran como un árbol perfectamente seco e incapaz de revivir o como un cuerpo muerto y sepultado en el olvido. . . . Entretanto nos vamos acabando. De 352 que salimos de Chile, apenas queda la mitad, y de éstos los más están enfermos, o mancones que apenas pueden servir para caballos yerbateros».



Entre los riesgos de vivir afuera Lacunza incluye el de la locura: «Acaba de morir Ignacio Ossa, hermano de doña María; el otro hermano, Martín, ya murió cerca de tres años. Antomas, aunque siempre fue loco tolerado, ahora está del todo rematado; ha estado en la loquería pública; más como no es loco furioso lo tenemos ahora entre nosotros, aunque encerrado con llave, porque ya se ha huido». La causa de la pérdida de la razón, se entiende, es la pérdida de la patria. Con esta imagen de desolación física y mental, claro, a nadie se le ocurre darles crédito, poder de decisión o iguales derechos ciudadanos a los expatriados. Lo notable es que en tiempos de la dictadura las palabras de Lacunza se usaban a modo de consuelo entre quienes no podían volver a Chile.



No somos los únicos nostálgicos. Una vez estuve en un auditorio a oscuras en Boston donde, a las primeras notas del bandoneón despiadado de Piazzola, cientos de argentinos armaron un contrapunto de sollozos, hipos y suspiros. Con solidaridad bolivariana, otros latinoamericanos nos unimos al llanterío, aunque un poco más discretamente. En esa misma época, recuerdo que fui a una presentación en que una compañera de estudios rusa, Svetlana Boym, hablaba sobre nostalgia y exilio. Después de oírla hablar sobre los objetos sentimentales que acarrean por el mundo los emigrantes, le conté el episodio de la orquesta típica latinoamericana que lloraba al compás del tango jazz. Lo anotó, levantando una ceja. Svetlana, seriesni chelovek, tomaba a pecho su rol de experta en el tema, y me informó que en cierto momento la nostalgia tuvo un nombre científico: «hipocondría del corazón», y que se curaba con sanguijuelas, purgantes, opio o hipnosis. También había tratamiento más drásticos. Un militar ruso del siglo de Lacunza, cansado de tener que aguantar conscriptos con morriña, enterró vivo a uno de ellos delante del regimiento, y se acabó la epidemia de nostalgia. Svetlana prometió incluir la anécdota de los llorones latinoamericanos en Boston cuando escribiera su libro sobre la nostalgia.



Hace unos años esa ex compañera publicó su libro anunciado, El futuro de la nostalgia, sin cumplir su promesa de incluir la anécdota del efecto Piazzola. Siendo de San Petersburgo, seguro que le sobraban de las propias. Además ella dejó su ciudad cuando todavía se llamaba Leningrado y por instinto no confiaba mucho en las añoranzas de la izquierda latinoamericana. En ese libro, Svetlana desarrolla una diferenciación esquemática pero muy útil entre dos tipos de nostalgia: la restaurativa y la reflexiva. La primera está basada en la tradición o el dogma, e intenta restaurar un pasado remoto, y volver a un origen que puede ser inventado, a la manera en que Wagner recicló los mitos germánicos, Saddam Hussein se apropió de la grandeza de Mesopotamia antigua, o José Carlos Mariátegui teorizó sobre el supuesto comunismo de los Incas. La nostalgia restaurativa forja una imagen pasteurizada del pasado, borrando los elementos conflictivos. La nostalgia reflexiva, por el contrario, conlleva un escrutinio crítico de la historia y la memoria. No intenta reconstruir ni restaurar el pasado, ni menos negar partes de él, sino entenderlo para evaluar y valorar el presente.



Lo más interesante del libro es que aunque se concentra en la experiencia del antiguo bloque socialista, intenta universalizar el concepto de nostalgia, llegando incluso a declarar que es la condición existencial inevitable de nuestra época. Antes fue un mal curable, pero en nuestra época es un síndrome sin remedio conocido. En el esquema de Boym, los expatriados no tenemos el monopolio de la nostalgia, pero se desprende de su tesis que hemos acumulado más experiencia para enfrentarla. Esa experiencia nos hace parte de una comunidad más heterogénea de gente en la misma situación y amortigua el impacto del desarraigo inicial. Nadie que haya vivido en el extranjero por un tiempo se sorprende de entenderse mejor con otros emigrantes que con algunos compatriotas que nunca han salido de su país.



A través del contacto con otros emigrantes, por ejemplo, nos podemos dar cuenta de la gran sabiduría de la distinción que hace el premio Nóbel nigeriano Wole Soyinka entre irse al extranjero y llegar al extranjero. Cualquiera que vea a los chilenos que se refugian en el Lomitón de Buenos Aires, por ejemplo, se da cuenta de que ellos fueron pero nunca llegaron a su destino. Muchos de los chilenos que estamos dispersos por el planeta hemos tenido que dar el salto necesario para llegar de verdad al mundo al que nos fuimos y no tratarlo como si fuera la locación exótica de una larga película con subtítulos.



Llegar de verdad al extranjero, como exiliado o como emigrante, cobra un precio incalculable que se tiene que pagar en moneda dura, en identidades desmontadas y vueltas a armar, en afectos que son tan reales como inexplicables. Los emigrantes no nos quedamos suspendidos en el tiempo sino que continuamos en una simultaneidad alterna que -aunque sea en ciertos momentos— se desarrolla en lugares donde nada convoca el recuerdo de la primera patria, donde la diferencia es radical e impermeable a cualquier ecualización nostálgica, donde la lluvia no es como la de Chiloé, donde el aire no huele como el de Valparaíso, donde el cielo o el mar son de colores nunca antes vistos, donde no existe cordillera alguna y donde nosotros mismos nos desconocemos la propia lengua en el sabor preciso de una fruta jamás antes probada o de una palabra intraducible.



A lo mejor nos hemos puesto un poco raros, pero no somos zombies, no hemos muerto ni desaparecido por vivir fuera de Chile. Tampoco nos hemos vuelto locos, pero sí somos otros, chilenos diferentes, y como tales sería bueno que se nos considere iguales a otros ciudadanos o a otros emigrantes. Da lo mismo el número de la región que nos quieran asignar, XVII, XIV + II, o Región Cero si quieren ser originales y ahorrarse problemas a futuro.



No nos tengan miedo. Los de afuera tenemos harto que contribuir, incluyendo buenas recetas de empanadas. Los nombres de nuestras provincias son un tren interminable de pura poesía. La verdad es que no somos nada especial; es falso que «de lejos se ve más claro», así como tampoco es cierto que estar donde las papas queman sea un requisito necesario para entender de qué se trata el guiso de una nación. Los derechos ciudadanos no dependen de la claridad mental o de tener los dedos chamuscados. En el mundo de hoy, vivir a unos kilómetros más o menos de una fronteras cada vez más borrosas tampoco debiera ser un obstáculo para ejercer los derechos fundamentales por los que muchos luchamos.



Algunos de nosotros, para ser precisos, tenemos nostalgia de algo que nunca hemos podido hacer en Chile: votar en una elección presidencial, como la de diciembre, la misma que se van a saltar sin ningún cargo de conciencia un par de millones de ciudadanos del interior. Ésa es una nostalgia muy chilena -ochni chiliski, diría Svetlana levantando la ceja—pero nostalgia de la buena. Ahora que me saqué todo esto del pecho, voy a echar a remojar unos huesillos y a cocer el mote que tengo guardado en el refrigerador; no importa que por acá el otoño todo lo cubre de naranja y amarillo. En mi país la primavera viene de norte a sur con su fragancia.



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Roberto Castillo Sandoval, escritor y académico chileno. http://noticiassecretas.blogspot.com

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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