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La culpa no la tiene el chancho…


A veces pareciera que la historia se mueve en blanco y negro, sin dejar espacio para los grises. Por ejemplo, contrastando con la ilusión y esperanza que invade a muchos chilenos por estos días, pensando que alguno de los candidatos a la presidencia podría ayudarles a mejorar sus vidas, me encontré en los diarios chilenos con el fragmento del interrogatorio del Juez Montiglio a Pinochet durante el careo con Contreras. Es tan evidente la impudicia de ambos «careados» -sobre todo del Benemérito- que inevitablemente mi memoria recordó algunas experiencias como actor.



Durante el rodaje de la película El Chacal de Nahueltoro -creo que en 1968- estuvimos filmando en la cárcel de Chillán alrededor de cinco semanas. Entrábamos en el penal a las 8,30 de la mañana y salíamos a las 17 horas. Alguna vez extraordinariamente nos permitieron quedarnos hasta más tarde.



En las semanas del rodaje fui tomando contacto más o menos íntimo con varios de los detenidos, sobre todo porque yo actuaba el personaje de un preso, Jorge del Carmen -conocido como el canaca, el Chacal de Nahueltoro. También sostuve conversaciones con algunos de los gendarmes que todavía estaban en servicio activo y que habían conocido a Jorge del Carmen durante su detención.



Los delitos cometidos por los reos de la cárcel de Chillán eran variados, unos más graves que otros. Recuerdo el caso de un viejillo que luego de cuidar ganado ovino en los faldeos de la cordillera por más de 60 años, habitando en una choza de cueros, quiso celebrar su onomástico comiéndose un corderito del patrón con los amigos. Por ese hecho llevaba detenido más de 5 años porque no tenía abogado que se interesara en su caso, ni siquiera de oficio.



El delito más grave en la provincia de Ñuble, hasta ese momento, había sido sin duda el crimen que cometió quien fuera apodado por la prensa de la época «El Chacal de Nahueltoro»: cinco niños y su madre -conviviente de Jorge-, fueron sus víctimas.



La población penal de la cárcel de Chillán en 1968 era en general de extracción campesina, gente humilde, gente pobre, con algunas excepciones. Y yo, mientras escuchaba a esos reos contándome sus atenuantes, generalmente para negar el delito que se les imputaba, me daba cuenta que a los seres humanos nos cuesta muchísimo reconocer nuestros errores, nuestra irresponsabilidad o derechamente nuestros crímenes.



En ese entonces me di cuenta que atenuantes tiene el pobre en su pobreza; atenuantes tiene el rico en sus riquezas (sic); el criminal en sus pasiones; el ladrón en la tentación de tener lo ajeno; el delincuente en general, en el desencanto.



En esa experiencia con los reos de la cárcel de Chillán y luego en conversaciones por la misma época con algunos reos de la Penitenciaría de Santiago, comenzó a aparecer una interesante paradoja: cuanto más complejo o grave era el delito del victimario, los argumentos de su personal defensa eran más simples y sencillos.



La más efectiva, según los presos, era: «irse de negativa». Irse de negativa aunque la cosa estuviera juzgada, porque siempre había que dejar la puerta abierta para el milagro del perdón o la conmutación de la pena. Tal vez por aquello de que la esperanza es lo último que se pierde.



«Fue el diablo que se metió en mí. Yo no fui, fue el diablo el que lo hizo». «Como otros lo hacían, no quise pasar por gil. Porque uno tiene que darse a respetar». «No me acuerdo, le juro que no me acuerdo. Dicen que yo lo hice, pero yo no me acuerdo.»



Son frases de los reclusos que han quedado en mi memoria. Y esas frases me demostraron que Jorge del Carmen Valenzuela Torres, quizás debido a los consejos del Padre Parra, a diferencia de lo que vengo contando respecto de los atenuantes, fue capaz de reconocer su terrible delito y arrepentirse. La verdad y el arrepentimiento no sólo son valoradas por Dios, según los creyentes, también lo son por la ciudadanía.



Precisamente por eso pude identificarme como actor con la trágica justificación que argumenta Jorge del Carmen cuando el Juez le pregunta en la reconstitución del crimen: «¿Y por qué mataste a los niños, hombre?». Jorge contesta: «Pa’ que no sufrieran los pobrecitos».



A Jorge del Carmen, entre otros apodos le colgaron el de «Canaca», derivación de canalla. Los que trabajamos en la película junto a los miles de espectadores en todo el mundo, cada vez que vemos el film no dejamos de sentirnos responsables socialmente por el destino de personas como Jorge, el canaca.



Porque hay un refrán campesino que lo dice brutalmente: «la culpa no la tiene el chancho, sino el que le da el afrecho». Así es que también, como inocente ciudadano, cuando leo el fragmento del interrogatorio más arriba mencionado, me siento responsable socialmente por el canaca que sigue jugando al ladino ante el juez y la ciudadanía. Canaca que debido a la reiteración de sus delitos, se convirtió en un viejo impúdico y cínico. Me siento responsable socialmente por los canacas que no dudaron en enlodar sus uniformes. Me siento responsable socialmente como inocente ciudadano chileno por esos canacas que hoy no han tenido la entereza de reconocer que sus miedos viscerales los hicieron derivar en ambiciosos medradores, poniendo como escudo a muchos oficiales, clases y soldados que aceptaron convertirse en aberrantes jinetes del Apocalipsis.



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*Nelson Villagra es actor. Reside en Montréal, Canadá.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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