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Por qué Bachelet puede ser el cambio


Los gobiernos de la Concertación han modernizado el país. Más y mejores carreteras, ampliación del metro en Santiago y Valparaíso, nuevo sistema procesal penal que agiliza los juicios, reencuentro entre civiles y militares, reconocimiento económico y político de Chile en el mundo y el enjuiciamiento a Pinochet. Éstos son éxitos de la democracia y de los gobiernos de la Concertación.



Sin embargo, las modernizaciones que ha impulsado la Concertación no han estado acompañadas por una voluntad que apunte a la redistribución del poder y la riqueza en el país. Por acción u omisión, las políticas públicas han favorecido principalmente a los grandes empresarios y a la banca en vez de los trabajadores y pequeños empresarios; han permitido a los Grandes Almacenes imponer tarjetas de crédito usureras a los consumidores de bajos ingresos; han garantizado a los Supermercados un accionar monopsónico frente a los pequeños agricultores de frutas y hortalizas que los abastecen; han favorecido arbitrariedades de las AFP e Isapres contra los pensionados y enfermos; han ayudado a las escuelas y universidades privadas en vez de a la educación pública y a los estudiantes pobres; han profundizado la concentración de las oportunidades en Santiago en desmedro de la descentralización regional; han privilegiado la ganancia empresarial por sobre la protección del medio ambiente; han consolidado el duopolio de la prensa escrita en vez de fomentar el pluralismo informativo. La concentración económica, la mala distribución del ingreso y el efusivo reconocimiento empresarial al Presidente Lagos son pruebas manifiestas de una gestión gubernamental excesivamente generosa con los intereses del gran capital. Los gobiernos de la Concertación no han sido capaces de colocar al Estado del lado de los débiles y, más bien, han favorecido la reproducción ampliada de los intereses de los poderosos.



No cabe duda que un gobierno inteligente debe desarrollar una buena relación, de respeto mutuo y trabajo conjunto, con los grandes inversionistas nacionales y extranjeros. Pero es un error colocarlos en el centro de las políticas gubernamentales. Para aprovechar plenamente las capacidades productivas y promover los equilibrios sociales, la política macroeconómica debe apuntar a asegurar el empleo y promover las iniciativas de los pequeños empresarios. Al mismo tiempo, sólo con políticas públicas que apunten a la redistribución del poder económico, la igualdad de oportunidades y la participación de todos en la vida política es que los ciudadanos se pueden reconocer en el sistema económico y político y no sentirse excluidos. No ha sido así, lamentablemente. Es cierto que han habido programas sociales, tales como Chile Barrio, Chile Solidario y el AUGE. Pero éstos son muy escasos, en recursos y cobertura, limitados por el enfoque de la focalización y la restricción fiscal.



Sin embargo, gracias a una derecha debilitada política y moralmente y a una izquierda aplastada por el injusto sistema electoral, es que los chilenos están entregando a la Concertación una cuarta oportunidad para gobernar. Esta vez, la ciudadanía ha sorprendido al sistema político y le ha entregado a Michelle Bachelet el bastón de mando para impulsar los cambios que reclama.



Bachelet, entonces, no es continuidad. En primer lugar, porque no fueron las nomenclaturas partidarias las que le entregaron la candidatura. Éstas sólo hicieron el esfuerzo de convencerla, cuando ya tenía el masivo apoyo ciudadano. A diferencia de los políticos tradicionales no quería ser candidata. Su desinterés por el poder es la mejor prueba que ella no comparte las lógicas que caracterizan hoy día a la clase política.



En segundo lugar, una mujer, separada, jefa de hogar, con el camino pavimentado a La Moneda por un masivo apoyo ciudadano, es un viraje notable en nuestra historia, caracterizada por un machismo decimonónico. Las descalificaciones, la mala leche, en el campo propio y de la derecha, son la mejor prueba de la resistencia de los políticos tradicionales y del conservadurismo cultural a una candidata mujer.



En tercer lugar, el candidato Lavín, palaciego de Pinochet, y el candidato Piñera, apasionado por la riqueza y el poder, se encuentran a años luz de la fuerza y perseverancia de la candidata de la Concertación. Mientras Lavín, desde Odeplan, inventaba el modelo de las desigualdades, y Piñera usufructuaba de él, Bachelet sufría la muerte de su padre, enfrentaba la represión de Contreras y experimentaba los dolores del extrañamiento. La vida plana de Lavín, cobijado por el poder militar y la vida apurada de Piñera, por acumular riquezas, no se comparan con los desafíos personales, profesionales y políticos que ha enfrentado Michelle Bachelet para alcanzar el lugar de privilegio en el que hoy se encuentra.



La candidata de la Concertación tiene ahora el mayor de los desafíos de su vida. Convertir en realidad ese «crecimiento con igualdad» que ha sido tan esquivo a los chilenos. La gran mayoría que vota por ella demanda rectificar el modelo neoliberal y modificar un sistema electoral injusto, que excluye de la representación parlamentaria a un sector relevante de la ciudadanía y que genera desafección política en los jóvenes. Si Michelle cumple con este desafío, será mérito de una mujer, y de la hija de un general que llenó de dignidad a la Patria, haber recuperado los compromisos originales de la Concertación que dieron al traste con la dictadura de Pinochet.



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Roberto Pizarro. Economista y ex ministro de Planificación.










  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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