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El abrigo, un reloj y la caja secreta de Navidad


A la memoria de Amelia Campos



Recuerdo un cuento de Nicolai Gogol, «El abrigo». Lo recordaba porque recién me compré un abrigo para el frío invernal. Tiempo de nieve en el hemisferio norte, y tiempo quizás para adquirir un abrigo. Nunca tuve uno largo, liso, con botones cruzados al frente. Me gusta mi abrigo de color azul oscuro. Cuando niño deseaba uno y también cuando entré a la Universidad, pero era muy pobre para poder aspirar a ese hermoso corte de tela. Hoy tengo uno por primera vez (casi siempre usé chaquetas de plumas de ganso en este país) y Alba dice que me queda perfecto (ella me lo regaló). Yo me miro al espejo en la tienda y digo que me gusta, además es Navidad.



Mi madre, quien era empleada doméstica, jamás pudo comprarme uno para mi talla cuando tenía once años. Yo sólo usaba suéteres de lana tejidos y encima una «capa» de plástico cuando llovía. En mi pueblo del sur no nevaba pero llovía por meses y hacia mucho frío en invierno. Conservo una foto como reliquia en que estamos mi madre, yo, y otra gente. Se nota que es invierno. Mi madre lleva un chaleco pero le falta un botón.



Mi madre se ve joven en la fotografía pero es una mujer pobre. Yo a su lado con un suéter azul que parece muy gastado. También me veo un niño pobre pero estoy sonriendo (mi madre no). Hay un agujero en mi suéter y lo llevo metido en el pantalón. El pantalón lo tengo sujeto con una vieja correa de cuero, muy ancha para mi edad, con una hebilla muy grande. La hebilla parece muy gastada. Somos la imagen de una madre y un hijo pobre en una foto parecida a las de daguerrotipo.



Detrás, en esa fotografía, se ve una escalera de madera que lleva al segundo piso de la pensión de un pueblo sureño. Mi madre trabajaba en esa pensión. Yo vivía allí con ella. Yo vivía casi todo el día solo. Era parte también de la fuerza de trabajo de la pensión pero no recuerdo haber recibido nunca ningún salario. Tampoco mi madre recibía salario sino propinas de los pensionistas, o de las parejas que llegaban a hacer el amor (secretamente) a la pensión.



¿Quién nos habrá sacado aquella foto? Sé que tenia 10 años y debe ser de 1957. Esa foto siempre ha sido un misterio porque no recuerdo quién la tomó. Solo sé que mi madre la tenía entre sus cosas que solía guardar con mucho cuidado en una caja.



Era una caja que pudo haber sido antes una bella caja de chocolates de algún país extranjero. Probablemente algún pensionista rico la dejó en un cuarto de la pensión para tirar a la basura pero mi madre la conservó. Y allí guardaba, inmaculadamente, objetos preciosos que nunca usó: pequeños pañuelos blancos con bordados que alguien le regaló. Algún perfume que de vez en cuando abría la botellita para olerla. También me mostraba unos jabones igualmente perfumados, envueltos en un bello papel blanco transparente.



Y allí también había un reloj que alguna vez me iba a dar, según ella prometía. Ese reloj me lo había regalado un padrino desconocido quien era jinete de caballos de carrera. Aún en mi memoria, y para siempre, está la forma de ese objeto el que mi madre guardaba como otro tesoro, con manecillas que daban la hora, su bella forma y el color azul de su esfera.



Suelo comprar relojes (que no llegan más allá de los 40 dólares) y tengo una colección de cinco. Relojes que me atraen por su forma, su diseño. No puedo dejar de mirar relojes cuando entro a una tienda, camino por un aeropuerto o por alguna calle de otro país. De allí debe venir también la conexión a otra atracción: cualquier objeto de cristal transparente. Pero muchas cosas que sin explicación son atracciones obsesivas (relojes, cristales por ejemplo) parecen tener su origen en aquella misteriosa caja donde mi madre guardaba objetos preciosos para ella, pero que nunca usó en su vida.



Mi madre nunca fue a una fiesta, ni a un baile. Jamás la vi con un traje para salir a ninguna parte. Sólo sé que guardaba en aquella caja algún jabón de fragancia penetrante que no se quién le había regalado (probablemente su patrona o la hija de su patrona). Unos pañuelos bordados (también regalos de su patrona o quizás quería deshacerse de ellos). Guardaba aros baratos de cristal que sí se ponía los días domingos. Pero ninguna de esas cosas de aquella caja las usó. Sólo la abría de vez en cuando para tocarlas y oler el perfume que salía de ella. Y entonces me mostraba aquel reloj que yo ansiaba tener algún día: «No te lo doy ahora porque lo perderás o te lo robaran en la escuela», me decía. Pero cuando cumplí los trece años, quizás dos años después de esa foto, me lo dio. Fue la cosa más hermosa que recuerdo de niño.



Pero volviendo a la historia del abrigo, en la pensión aquella quien sí tenia un bello abrigo color vicuña era el «señor Calderón». Así le llamaba mi madre pues como era la empleada doméstica no podía tutear a los pensionistas. El señor Calderón era un hombre joven, bajito, de bigotitos bien recortados y quizás tuviera 26 años. Estaba en la pensión casi todo el año porque era vendedor ambulante de retratos. O sea, caminaba por los cerros de aquel pueblo vendiendo fotos reproducidas en marcos ovalados que luego las familias ponían en la pared del comedor. Lo que vendía el señor Calderón era la reproducción de una foto que se ampliaba (o se pintaba a mano).



El señor Calderón era un vendedor de origen pobre que representaba a una compañía instalada quizás en alguna ciudad más grande o en la capital. Poseía una impresiónate labia para convencer a familias modestas diciéndoles que era una buena inversión tener un retrato familiar. Pedía un adelanto a la familia y le daba una boleta de comprobante. Se llevaba la foto por lo general en blanco y negro, a veces muy vieja en que apenas se distinguían los rostros, pero a las tres semanas regresaba a entregarles un bello retrato ovalado. Era el ampliado del original (o reproducido por algún pintor de la compañía que representaba el señor Calderón) que luego la familia colgaba con mucho orgullo en el centro del comedor.



Yo recuerdo al señor Calderón salir siempre muy temprano de la pensión con un maletín de cuero, dentro unas facturas para escribir los pedidos de los retratos y un cuadro ovalado de muestra para convencer a sus clientes. Y siempre en invierno con su hermoso abrigo color vicuña. Era un hermoso abrigo que yo desde niño apreciaba tanto como el reloj que guardaba mi madre en aquella caja. Una vez el señor Calderón, como a las dos de la mañana, golpeó la puerta de la pensión insistentemente. Mi madre era la que tenía que abrir y lo dejó entrar. Llegó «con mucho olor a vino y tambaleándose» dijo mi madre al otro día. Luego se supo que también había llegado sin el maletín de cuero y sin su hermoso abrigo de vicuña. Al parecer lo habían asaltado por algún cerro.



Otros dijeron que una familia enfurecida había confiscado su abrigo y su maletín porque el cuadro que encargaron no se parecía en nada a la foto que le habían dado al señor Calderón. A la mujer le habían puesto la nariz muy larga y pintado unos leves bigotes. Al esposo lo dibujaron totalmente calvo. El asunto es que dos días después el señor Calderón desapareció para siempre de la pensión. Pero nunca olvidé hasta ahora su bello abrigo de vicuña, de botones cruzados, que en dos inviernos nunca dejó de ponerse.



Ahora es otro invierno aquí en Conecticut donde vivimos. Faltan pocos días para la navidad. Contemplo mi abrigo nuevo. No es de vicuña pero su tela es suave y me viene nítidamente a la memoria visual aquel abrigo del señor Calderón: ese vendedor empobrecido de retratos en un pueblo lejano del sur de Chile cuya mejor prenda de vestir era un abrigo que cuidaba como su única posesión en la vida. También miro mi reloj y recupero la imagen de aquella caja que tenía mi madre donde guardaba tesoros, y entre ellos, un reloj para mí, el que me daría cuando fuera mayor. Caja que abría para sí misma sólo en la Navidad.



Aquí afuera cae la nieve, lejos del sur chileno. Debo estrenar este abrigo y salir quizás a caminar por otros cerros diferentes. Y en mi muñeca un reloj de esfera azul que recién me dio mi madre desde la distancia tierna que a veces nos ofrece la memoria y el recuerdo. Pero que «no lo fuera a perder» me dice mientras va cerrando con cuidado aquella caja secreta, llena de sus únicas y hermosas riquezas que juntó en toda su vida.



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*Javier Campos es escritor chileno residente en EE.UU. Vive en Connecticut. Reciente ganador de poesía en el concurso Chicano/Latino de Literatura, Universidad de Irvine, California.








  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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