Publicidad

Campanadas de medianoche


Comienza el ritual de la cuenta atrás en el tiempo de otro año. Habilidad y torpeza simultáneas. Reflexiones, recuerdos, instantes, equinoccio de segundos y tiempos en que el amor y la nada disfrazada se reparten por partes iguales el supremo esfuerzo. El tiempo, personaje resbaladizo y ambiguo nunca se sabe si va o vuelve, si habla o calla, si es espejismo o existencia.



Y así, coqueteando con los recuentos, desfilan en la pasarela de la memoria en desorden perfecto y flotante, rostros, momentos, espejismos, amores, penas, sonrisas, dulce llanto de recién nacido, guerra, olas, temblores, sueños. Nuevas vidas y nunca esperadas muertes porque la muerte siempre se las arregla para llegar de sopetón y en un plis plas nos deja a merced de lo inconmensurable.



Este año por ejemplo, se me ha muerto la madre. No es que se haya muerto, no. Se me ha muerto definitivamente.

Doce horas después de un hasta pronto en su preciosa casa, jardín colgante sobre el Atlántico. Nos despedimos con la intención de reencontrarnos una semana más tarde. Ella diciendo que no nos volveríamos a ver, yo evitando mirarla. Ella muriendo de soledad, de silencios, no queriendo vivir más si me iba. Yo, por esos caprichos premonitorios del destino, no pudiendo quedarme. Ella tratando de recuperar el tiempo perdido en nuestras vidas, yo esquivando la memoria. Ella llena de frío. Un frío intenso, sin guarida. Yo con una candente pena escondida. Ella aferrada a mis manos, reteniéndome. Yo, con un desgarro incurable no aceptando el presagio.



Era casi de noche un plácido día de junio. Faltaban apenas dos semanas para su 89 cumpleaños. Ochenta y nueve años extraordinarios. Dos guerras en su haber. Muchas novelas vividas, nunca escritas. Era mi madre una vasca insobornable. Íntegra, valiente, muy leal, patriota, temerariamente sincera, de pocas palabras y contadas sonrisas. Sus ojos profundamente negros tenían una mirada desafiante y algunas veces tremenda, de naricilla envidiable, fina, un poco respingona, rostro ovalado y el pelo oscuro ondulado. Era alta y tipazo. Dicen los de su tiempo que su belleza causaba estragos. Mi padre se enamoró de ella sin remedio. Hasta el último suspiro. Y ella de él. Se querían mucho.



Físicamente sobre todo al final, resultaba muy fácil creer a quienes contaron de su hermosura, como si hubiera regresado a sus años mozos.



Pasé mi infancia y adolescencia en un internado irlandés, por eso nos conocimos apenas, ella y yo. Trece años de internado, Londres, los viajes, la vida. Siempre la distancia sideral entre una y otra. Empezamos la batalla temprano, casi desde que nací y fuimos enemigas irreconciliables hasta hace muy poco tiempo. No recuerdo su ternura. Ni sus caricias. Ni su comprensión. Entre ella y yo nunca hubo complicidades ni cordón umbilical colgando. Así que aprendí con los años a respetarla y admirarla no como madre sino como persona. Aprendí a no bajar el florete porque sus estocadas contra mi corazón siempre fueron certeras.

Pero no es esta la hora de las pendencias. Al contrario. Cuando falta poco para doce melancólicas campanadas que marcarán minutos sin vuelta, recordando a mi madre me basta saber que estuve con ella cuando ella quiso estar conmigo. Con el alma tranquila, al fin. Al final. Casi al final.

Y mientras el tiempo sigue robando horas, segundos, prefiero pensar en esa mujer que se me murió sin permiso, misteriosa, lapidaria, elegante, salerosa. No quise asistir a su funeral. No quise verla muerta. Había vivido ya muchas muertes de mi madre. No pude con la última. A veces, muchas más de las previsibles, vuelve a mi memoria ella, como si quisiera romper un círculo tumultuoso o para darme como en los tres últimos años desarmantes besos.



Déjame, mujer blindada, que te hable un momento en primera persona y recibe con mucha ternura esta crónica imposible, imposible porque las palabras duelen y se atropellan entre lo que se escribe y lo que se quiere decir y como un péndulo oscilan entre luces y sombras, entre recuerdos y vivencias, sin lograr plasmar la verdad de lo que se siente.



Pienso en ti. Integra en tus afectos, fiel a tus principios, consecuente en tus creencias, leal en la amistad, generosa sin límites, te llevaste a la tumba soledades cósmicas y lacerantes silencios.



¿Recuerdas el final de El Nombre de la Rosa? Te lo dedico con permiso de Umberto Eco: «Â… me hundiré en el tenebro divino, en un silencio mudo y en una unión inefable, y en ese abismo mi espíritu mismo se perderá y todas la diferencias serán olvidadas y quedará el simple fundamento y caeré en la divinidad silenciosa e inhabitadaÂ… dejo este escrito no sé porqué no sé para quién, sólo sé que aquella rosa desnuda es el nombre de la rosa».



__________________________________________________________



Begoña Zabala es actriz. Reside en Montreal, Canadá.








  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias