La elección de Evo Morales como Presidente de Bolivia constituye uno de los hechos más trascendentales de la historia contemporánea de ese país, sólo comparable a la revolución de 1952, que llevó al poder al Movimiento Nacionalista Revolucionario, MNR.
Dos son las razones fundamentales. La primera es que la elección recae sobre un líder indígena, pueblo hasta ahora considerado sin imaginario sobre el orden político republicano y un factor de ingobernabilidad social.
Ello es algo profundamente subversivo en una sociedad en la cual, de manera centenaria y pese a las transformaciones agrarias de 1952, lo indígena ha sido invisible, ha estado entregado a la manipulación populista de la elite mestiza, o simplemente ha sido despreciado socialmente. Incluso por los sectores izquierdistas ilustrados.
Raza de Bronce llamó Arcides Arguedas, en una novela homónima de 1919, precursora de la literatura indigenista en el Continente, a ese mundo complejo y profundo que hoy emerge intacto. Lo forman aymaras, quechuas y otra infinidad de pueblos, cuyo orden social fue subvertido por la creación de ciudades enclaves por parte de la colonización española. Todas fundadas en razones estratégicas o con propósito de explotación productiva: Sucre y Potosí alrededor de la plata, La Paz como centro de servicios, Cochabamba como centro agrícola, Santa Cruz y Trinidad, frente al expansionismo brasileño.
A ese mundo pertenece Evo Morales quien, a principios de los años 90, era presidente del Sindicato de Trabajadores Independientes del Trópico de Cochabamba. Es decir, de los campesinos cocaleros organizados, todos indígenas y pequeños propietarios independientes instalados como colonos en la zona del Chapare por la reforma agraria impulsada por el MNR en 1952. Con prácticas culturales y redes familiares que les permiten enfrentar las políticas de los gobiernos y aparecer hoy como fuerza social organizada. Morales se alzó como líder cuando a principio de los años 90 se opuso a la militarización del Chapare impulsada por Jaime Paz Zamora, a petición de los Estados Unidos, para erradicar los plantíos de coca.
La segunda razón de lo trascendental de esta elección es que el mandato político de Evo Morales es directo. Se basa en una mayoría absoluta que desplaza a los tradicionales operadores políticos, expertos en construir el bloque parlamentario que elige al Presidente cuando nadie obtiene la mitad más uno de los votos.
En este caso, las negociaciones de otras oportunidades quedaron relegadas a un segundo plano: para despejar la incógnita de la base de sustentación que tendrá el gobierno y para mostrar desde donde provendrá la capacidad técnica necesaria con el fin de enfrentar su tarea.
Este desplazamiento abrupto del papel de los negociadores tradicionales genera una atmósfera de especulaciones, que se ve reforzada por la promesa de un programa con acentos radicales en materia de reformas. Incluida una asamblea constituyente para el mes de agosto en Sucre, la que debería dar paso a una nueva institucionalidad para el país.
Es demasiado pronto para anticipar si el carácter conspirador de un sector importante de la elite política se va a inhibir, y el país va a trabajar en una política de acuerdos. O si, por el contrario, dicho grupo va a adoptar una actitud beligerante. También es temprano para anticipar la profundidad de los efectos que tendrá la elección de Morales en Ecuador y Perú, y en la geopolítica de Estados Unidos en la región.
El nuevo Presidente tiene, en todo caso, una agenda social inmediata que debe resolver, en medio de gran expectación y esperanza popular. Y no cuenta con un gran espacio político para maniobrar, precisamente por el significado culturalmente disruptivo de lo tradicional que tiene su triunfo para la sociedad boliviana.
Su capital más importante es hoy ese mandato directo que le ha sido entregado por el pueblo, y que constituye una advertencia muy fuerte frente a cualquier intento por desestabilizarlo. No se trata de un Presidente negociado, sino de uno con alta legitimidad política. Por ello, tal vez su tarea más importante es mantener la cohesión de la base social que votó por él. Especialmente la de El Alto, que lidera Felipe Quispe.