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Editorial: Malas prácticas institucionales


La compleja transición democrática que ha vivido el país ha tenido como una de sus características la creciente entrega de potestades públicas a organismos autónomos, sustraídos del régimen democrático de generación y remoción. Esta tendencia, que tuvo su origen en el régimen militar con la reforma al Banco Central, se ha acentuado fuertemente, encontrándose hoy una parte importante del poder público sujeto a fórmulas de autonomía. Ejemplos claros son el Ministerio Público, Televisión Nacional, el Tribunal Constitucional y el Consejo Nacional de Televisión.



Hasta ahora se han resaltado las ventajas de este tipo de sistemas, vinculadas a la despolitización de la gestión de estos organismos. Pero no se ha analizado con igual énfasis la cuestión de la responsabilidad de sus titulares frente a la ciudadanía. Este es un tema muy importante puesto que existe en estos órganos un déficit democrático del cual es necesario hacerse cargo, buscando mecanismos que eviten que se aíslen de la ciudadanía y permitan que la autonomía -concebida para evitar la manipulación política- se transforme en un mecanismo de irresponsabilidad y falta de rendición de cuentas por la gestión del poder público que les ha sido delegada.



Además de estos problemas de diseño institucional existe un problema muy serio con las prácticas que se han venido desarrollando en torno a las designaciones de estas autoridades. Como producto de las circunstancias de la transición, que supusieron sobre representar al sector que expresaba la continuidad del gobierno militar, se consolidó una mala práctica de negociación o cuoteo de estos nombramientos, entre oposición y gobierno. Hecho por la vía de mecanismos muy opacos, característicos de nuestra transición, cuyo paradigma fue la ominosa norma que estableció que las votaciones relativas a designaciones en el senado serían siempre secretas. Y aquel pacto tácito según el cual el Gobierno ha alternado un candidato cercano o adherente con otro del mundo de la oposición.



El escenario que pudo haber justificado estas malas prácticas ya no existe. Los amarres autoritarios prácticamente han desaparecido y hoy la disputa por el gobierno se ha vuelto competitiva. Por lo tanto, no hay ya razones para que autoridades públicas tan importantes sean designadas por medio de negociaciones secretas, cuoteos u otras fórmulas similares. En la medida que sigamos estimando necesario sustraer ciertos cargos públicos de la lógica de la política electoral y parlamentaria es necesario, por lo menos, que su generación sea producto de procedimientos transparentes.



El gobierno que los propone debe asumir su responsabilidad por la elección y justificarla públicamente, dando a conocer todos los antecedentes que la respaldan, incluyendo el currículo del candidato, su declaración de intereses, sus publicaciones y todo otro antecedente relevante. La propuesta debe estar abierta a impugnaciones por parte de la ciudadanía y a la posibilidad que la prensa investigue los antecedentes del candidato. Finalmente la discusión en el senado debe darse en audiencias públicas, con la comparecencia del candidato y en las que debe incluso poder exponerse las impugnaciones que se hubiesen presentado. Las votaciones de los senadores deben ser públicas.



Finalizada la transición, nada justifica mantener prácticas que adquieren el carácter de vergonzosas desde el punto de vista de los principios democráticos. Esas prácticas expresan hoy el autoritarismo de la clase política respecto del conjunto de la sociedad.





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