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Editorial: Democracia plena y privilegios


El término del proceso de elección presidencial constituye un buen momento para evaluar los cambios ocurridos en la escena política nacional desde que se recuperó la democracia en 1990, y contrastar aspectos positivos con prácticas autoritarias que nada tienen que ver con la iconografía republicana.



Chile vive un ambiente de plena normalidad en el funcionamiento de los diversos poderes del Estado, lo que es propio de una democracia madura, que ha superado los vicios del régimen dictatorial.



Existen diversas materias en las que aún es necesario perfeccionar criterios y mecanismos de implementación, como aquellas relativas a la justicia constitucional, la designación de la judicatura, la responsabilidad de altos funcionarios del Estado o la transparencia de ciertos procedimientos gubernamentales; pero ello no es obstáculo para afirmar que tenemos y gozamos una democracia plena, sólidamente institucionalizada y de alta legitimidad política y social.



Empero, se requiere tener afinada y sensible la percepción en materia política para poder detectar a tiempo, e inhibirlas, conductas que, si bien pueden ser perfectamente legales, resultan asintónicas con la estética y el ADN republicano, y amenazan transformarse en privilegios. Los cuales, en un país de fuertes desigualdades sociales, pueden constituirse en semilla de nepotismo, corrupción y marginalidad.



Ello es particularmente atingente frente al desembozado sesgo oligárquico que empieza a exhibir la elite política chilena, donde el vínculo familiar o la amistad personal reemplazan crecientemente a las adhesiones doctrinarias o los vínculos ciudadanos, tanto en la vida pública como al interior de los partidos políticos.



Es preocupante que sea un hecho demasiado común hoy día que el círculo más estrecho de un mandatario o dirigente político esté compuesto por sus familiares. O que sean familiares quienes prácticamente heredan cargos políticos de elección popular, al amparo de redes clientelares y un sistema político que favorece el control burocrático de la opinión ciudadana.



La alusión de la Presidenta Electa a su intención de ejercer un gobierno más dialogante y ciudadano debiera incluir una estricta y austera visión acerca de esta dimensión de nuestro sistema político, y actuar en consecuencia. En nuestra democracia, el poder de un Presidente de la República es enorme para corregir problemas de esta naturaleza, y su conducta constituye un espejo en el cual está obligada a mirarse el resto de la clase política.



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