Publicidad

Esas tardes en que todo parece posible


Hoy quiero hablar desde los sentimientos. Más tarde será el tiempo de los análisis políticos de la implicancia de un gobierno de la nueva Presidenta Michelle Bachelet, o bien del descalabro de la Alianza por Chile. Más tarde sabremos desde donde y hacia donde se movieron los votos de uno u otro candidato y las consecuencias que ello tendrá en el juego de la realpolitik.



Pero hoy que escribo estas líneas, a pocas horas de que Michelle Bachelet accede a la Presidencia de la República, es el tiempo de hablar desde el corazón y dejar la cabeza de lado.



La jornada del domingo ha sido de esas gestas épicas que de tanto en tanto la historia nos regala, se trata de aquéllas tardes en que volvemos a soñar que todo es posible, que Chile vuelve a nacer y en que sentimos que participamos de algo que recordaremos por largo tiempo.



Y no se trata de algo menor. Por primera vez, y luego de 57 años de que se le otorgara el derecho a sufragio a la mujer, en 1949, una fémina chilena se convierte en Presidenta de la República. Pero no se trata de cualquier mujer, se trata de una que es el reflejo de una parte dramática de la historia reciente de nuestra Nación, y que como en el mejor de los cuentos sobrevivió al drama para convertirse, sin quererlo ni buscarlo mayormente, en la intérprete de los sueños y anhelos de un pueblo.



Michelle Bachelet Jeria es aquello. Médico pediatra, experta en defensa, hija de un general muerto por la tortura, madre separada y jefa de hogar, ha sabido interpretar los sueños de aquellos que desde hace mucho sentían que las esperanzas y anhelos les eran esquivos, como si éstos pertenecieran a algunos y no a todos, como si no todos y todas tuviesen derecho a creer que cuando uno se lo propone se pueden cumplir todos los desafíos mucho más allá de las trabas y sufrimientos que pueda imponernos la vida.



Y Michelle, simplemente Michelle como la seguiremos llamando con el respeto de su nueva investidura, lo ha señalado bajo la luna llena que alumbraba Santiago en esta noche: «Yo también recorrí un largo camino para llegar aquí esta noche. Ustedes lo saben, no he tenido una vida fácil, pero quién ha tenido una vida fácil (…) La violencia entró en mi vida destrozando lo que amaba. Porque fui víctima del odio, he consagrado mi vida a revertir ese odio, y convertirlo en comprensión, en tolerancia, y por qué no decirlo, en amor».



Quizás ninguna frase sintetiza mejor la aspiración con la que Michelle Bachelet se ganó el corazón de las y los chilenos que le votamos. Porque ella representa aquello, representa el sufrimiento y la humillación de tantos, pero también la redención, el perdón, el amor y la tolerancia de lo que se ha construido en estos años.



De los sueños compartidos y del cambio revolucionario que significa entregar un país conducido por un liderazgo femenino, natural, abierto y por sobre todo transparente e horizontal, sin imposiciones, sin golpes de mesa, sino con diálogo y con amor. Desde hoy cada hija e hijo de esta tierra sin importar su sexo podrá sentir que «el techo es el cielo» y que por ende basta con soñar y trabajar para alcanzarlo.



Pero Michelle también representa un cambio en la forma de concepción del poder político. A diferencia de todos sus predecesores en el cargo, Michelle es el fruto de su época, es el hombre, en este caso, la mujer y sus circunstancias, es la niña que nace en los cincuenta pero crece y se educa en los convulsionados años sesenta y setenta del siglo pasado.



Hija de un general de la Fuerza Aérea partidario de la doctrina de respeto institucional enseñado en los cuarteles de los años cuarenta y cincuenta, de tolerancia, laicismo, pero ante todo de férreos principios y valores éticos y estéticos que guiarán su vida futura. Su paso comprometido por la Universidad de Chile, sus estudios de medicina, su incipiente participación en política hacen de ella una representante de esa generación de chilenos que crecieron y llegaron a la vida adulta bajo los cielos grises de una dictadura sangrienta, donde parecía a ratos que el valor de la propiedad pesaba por sobre el valor de la vida humana, donde el respeto por el otro se vulneró y se persiguió y donde los sueños parecían sospechosos.



Ella es consecuencia de aquello, del dolor, del miedo, de la tortura y el exilio, de la militancia de izquierda dura tras el muro de hierro, pero de la comprensión temprana de un mundo que cambia vertiginosamente a fines de los años ochenta, del reconocimiento de los errores, del apasionamiento sin sentido, del vacío y la falta de respeto hacia los otros.



Es el reconocimiento del error colectivo, pero transformador, reformador y sin duda constructor del Chile de los noventa, del progreso económico con sentido, del rostro humano de las «benditas» cifras macroeconómicas, de ese nuevo Chile que comprende que el pasado se supera con verdad, con justicia, pero por sobre todo con dignidad y tolerancia para que nunca más vuelva a suceder aquello que nos sucedió. «Se puede amar a la justicia, y a la vez ser generoso». como nos dijo esa noche en plena Alameda, se puede amar y perdonar mirando a los ojos y entendiendo que Chile lo construimos todos, sin descalificaciones ni odiosidades, con convicción y discrepancia, pero sin odio y sin rencor.



Eso es Michelle, es mucho más que la Presidencia de Chile, es la reivindicación del amor y la comprensión, de la destrucción de los prejuicios y del trabajo comprometido en los sueños del Chile que esta por venir. Esa noche Michelle recordó sin duda a su padre Alberto Bachelet Martínez, general de la Fuerza Aérea de Chile muerto como consecuencia de las torturas propinadas por sus propios compañeros de armas, sin duda él la estará mirando.



«Lo quisiera abrazar esta noche», dijo la Presidenta electa con la voz entrecortada. «Heredé de él su amor por Chile y por todos los chilenos sin distinciones, su admiración por la naturaleza formidable de nuestro país, su abnegado sentido del servicio público, su amor por el orden, el don de mando. Siento que de alguna manera inexplicable estoy cerca de él, intuyo que todos los padres que están aquí, que todos los hombres que son padres y me escuchan, saben lo que es el amor y la lealtad de una hija».



Es ese amor y esa lealtad con ella misma y con los que la rodean la que ha llevado a Michelle a estar donde está, a saltar del total anonimato a liderar un país con humildad, con paciencia y resignación ante críticas que a ratos fueron destempladas, misóginas y dolorosas, pero ella siempre sonrío y esta tarde revestida de esa extraña aura que rodea a quienes adquieren el poder para transformar las vidas de otros, nos enseñó que el poder de una sonrisa verdadera puede más y es más profunda que mil palabras, y que la fuerza del amor humano y del perdón sanan con el tiempo las heridas del alma.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias