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Montesquieu ha dado tres saltos en su tumba


Hace un tiempo atrás, en medio de la andanada de críticas a algunas decisiones tomadas por los jueces de garantía de Santiago El Mostrador.cl publicó una nota titulada «Nadie Dijo Que Sería Fácil Ser Juez De Garantía» por medio de la cual se postuló que, a la hora del balance, los costos de tolerar las etiquetas conceptuales atribuidas, frente a la ganancia de una sociedad que queremos democrática y, que por tal, nos hace la exigencia de poner en el centro de nuestras decisiones la dignidad, libertad y derechos de las personas, nuestra posición es que, sin autocalificarnos de especiales, diferentes ni iluminados, no nos parecía un mal negocio escribir una línea en la página de la historia republicana de nuestro país.

Cuando se hizo esa nota el ambiente era difícil para los jueces, sin embargo, desconocíamos que las cosas podían ponerse peor.



Recientemente nos hemos enterado que la Cámara de Diputados en su Sesión 56 de 8 de noviembre de 2005 cursó un Oficio al Ejecutivo a fin que se evalúe la conducta de una jueza de garantía de Santiago, por las decisiones que ésta tomó en una causa de tráfico de drogas, en virtud de lo que dispone el NÅŸ 15 del artículo 32 de la Constitución Política de la República y, se requiera, con tal objeto, a la Corte Suprema para que, si procede, declare su mal comportamiento.



El Oficio se refiere a la decisión de una jueza que declaró ilegal una detención por haberse ejecutado sin orden judicial en un caso en que, a su juicio, no existía flagrancia.



Para quien todavía no lo sepa, en la audiencia de control de legalidad de detención el juez de garantía tiene un rol preciso y determinado: revisa si la detención es o no legal y, por tanto, tras oír a los intervinientes describir los hechos, dice el derecho, es decir, decide, expresando fundamentos, si la detención es o no legal. En eso consiste su función específica y acotada.



A esto se suma la noticia aparecida días atrás en un medio nacional, en que se daba cuenta de un fuerte cuestionamiento efectuado por el Ministerio Público en Arica respecto de dos jueces de garantía por resolver contra sus intereses, insinuándose que respecto de uno de ellos se pediría cuenta acerca de las razones que se tuvieron en vista para su reciente nombramiento, insinuación que, aunque desmentida con posterioridad por el Fiscal Regional de la Primera Región, remeció a los jueces a nivel nacional.



Cuando Montesquieu inmortalizó la imagen que Gerrard Winstanley había expresado un siglo antes, del juez «boca de la ley», ya había dejado sentado que «hay en cada Estado tres clases de poderes» y que «todo estaría perdido si el mismo hombre, el mismo cuerpo de personas principales, de los nobles o del pueblo, ejerciera los tres poderes».



De estas dos ideas: separación de poderes y sujeción del juez a la ley, nace la figura del juez moderno.



En el actual sistema de enjuiciamiento penal la actividad jurisdiccional es una actividad cognoscitiva que incluye momentos decisionales y valorativos reservados más o menos irreductiblemente a la actividad del juez. Se la distingue de otras actividades jurídicas en dos puntos principales: a) sólo la jurisdicción consiste en la aplicación de leyes a hechos jurídicos y b) la actividad jurisdiccional, como toda actividad cognoscitiva, no está dirigida a la satisfacción de intereses preconstituidos.



Sobre la bases de estas dos notas propias de la jurisdicción podemos advertir que mientras la actividad administrativa es discrecional o bien subordinada a directrices superiores, la jurisdiccional carece de dirección política en tanto que vinculada a la ley, no sólo formal sino también sustancialmente.

La sujeción del juez a la ley, como premisa sustancial de la deducción judicial y a la vez única fuente de legitimación política, define, pues, la colocación institucional del juez, la que es externa a los sujetos en causa y al sistema político y extraña a los intereses particulares de unos y a los generales del otro. Para que no se pueda abusar del poder, apuntó Montesquieu, es preciso que, por disposición de las cosas, el poder frene el poder y esta función de freno puede (y debe) ser desarrollada por el poder judicial precisamente porque no es representativo, sino sujeto únicamente a la ley y obligado a la averiguación de la verdad, cualesquiera que fueren los sujetos juzgados, los contingentes intereses dominantes o las opiniones de la mayoría.



En este sentido, la función judicial es una garantía de todos los ciudadanos frente al mismo gobierno representativo.



Pero para que cada juez en particular pueda cumplir con este mandato se requieren de las denominadas garantías orgánicas: imparcialidad e independencia que, finalmente, definen la figura del juez y permiten que el poder judicial se configure como un contrapoder, en el doble sentido de que tiene encomendado el control de la legalidad y la tutela de los derechos fundamentales de los ciudadanos.



Las bases mismas de la legitimidad política de la función punitiva en el estado de derecho residen en la división de poderes, el monopolio legal del poder de denotación legal y la sujeción del juez solamente a la ley.

La imparcialidad se define como aquella ajenidad del juez a los intereses de las partes en causa, e independencia, a su exterioridad al sistema político y, más en general, a todo sistema de poderes. La independencia de los jueces es garantía de una justicia no subordinada a las razones de estado o a intereses políticos contingentes. Los fundamentos externos o políticos de la independencia son en definitiva los mismos -verdad y libertad- que legitiman la jurisdicción. Y exigen que la independencia de la función judicial esté asegurada tanto para la magistratura como orden, frente a los poderes externos a ella y, en particular, al poder ejecutivo, como al magistrado en calidad de individuo, frente a los poderes o jerarquías internas de la propia organización.



Los jueces de garantía -no sólo los aludidos, pero particularmente ellos- han tomado decisiones jurisdiccionales que es posible hayan disgustado a parte de la población, o si se quiere, a la mayoría. En ellas han privilegiado una decisión posible por sobre la otra alternativa y, en otras innumerables ocasiones (que nadie menciona), han efectuado el ejercicio contrario. El escenario general fue siempre el mismo: debían decidir entre dos relevantes intereses en juego: un derecho fundamental y los fines de la persecución penal.



¿Por qué se decidió de una manera o de otra en cada caso en particular? Porque el proceso de integración de los espacios irreductibles de discrecionalidad dejados abiertos por los defectos inevitables de denotación del lenguaje legal y del lenguaje común, como dimensión irreductible de la labor del juez, les llevó en cada caso a una decisión diversa.



¿Y cómo llena estos espacios abiertos el juez que desarrolla su labor en un estado de derecho democrático? Orientándose por los principios generales del ordenamiento, que son construcciones doctrinarias elaboradas sobre normas o sistemas de normas, es decir principios políticos expresamente enunciados en las constituciones y en las leyes o implícitos en ellas y extraíbles mediante elaboración doctrinal.



Los principios orientadores en materia procesal penal son claros e indiscutibles, y privilegian, por lo general, los derechos fundamentales por sobre los intereses legítimos de la persecución penal. A resultas de ello, hacen fuertes exigencias a la actuación de sus agentes que, de no satisfacerse, provocan una única respuesta jurisdiccional: el desplazamiento de sus objetivos y la preeminencia de los derechos garantizados en la constitución para disfrute de sus ciudadanos.



Concluyo estas líneas compartiendo con los lectores la sensación que me invadió al conocer estas tristes noticias, sobre todo la primera, propiciada por un cuerpo legislativo que participó en los procesos que dieron vida al sistema procesal vigente.



Inevitablemente, me asaltó la misma pregunta -uds. la conocen- que formulara, lleno de azoro y dolor Julio César, en las puertas del Senado en Roma, antes de caer asesinado victima de una conjura dirigida entre otros, por el hijo de su amante Servilia.



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* María Francisca Zapata. Directora Dpto. Reforma Procesal Penal, Asociación Nacional de Magistrados

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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