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La casa de Berlín


La imagen parece haber sido captada de modo subrepticio con teleobjetivo desde una distancia que protegiera al fotógrafo de ser descubierto y que le permitió capturar toda la casa con sus tres pisos, la buhardilla que asoma por entre el tejado gris y hasta un pedazo de cielo blanquecino. Por su frente y costados la rodean dos escuálidos abedules y una encina oscura y frondosa. La calle está tapizada de hojas. Parece otoño. Es una casa grande en fotografía blanco y negro diluidos. Como Berlín. Como el mundo en aquellos años de la guerra fría. Los vehículos estacionados a su puerta, un furgón y una camioneta, son la única señal de que la foto es moderna. No son los autos Trabant de aquellos tiempos cuando a esta casa llegaban Altamirano y Almeyda para trabajar en la oficina exterior del Partido Socialista.



La casa y el barrio completo, así como el trayecto que la conectaba con Berlín que incluía un tramo en que el metro transitaba por alambradas y campos minados del muro, estaban bajo control de la refinada seguridad alemana oriental: la Statsi. Era una de las señoriales casas del muy apacible barrio de Karlhorts que a mí me parecía distante del centro de la capital de Alemania Oriental a la que, con cierto sabor combatiente, llamábamos con todas sus letras: Republica Democrática Alemana.



Era un mundo salido de una novela de John le Carré. Nos gustaba comentar a los escasos visitantes que tenían acceso a la casa, que estábamos en la zona más delicada del mundo y con mayor actividad de espionaje por metro cuadrado. Por ella se paseaban y conspiraban los palestinos de la OLP, los saharahuies del Frente Polisario, los angoleños, mozambicanos y sudafricanos que peleaban contra el Apartheid y por la libertad de Nelson Mandela y con ellos los chilenos compartían las delicatessen de la casa de huéspedes del Partido, con mayúscula, las atenciones médicas en hospitales, los cursos de alemán y los homenajes a una retahíla interminable de combatientes soviéticos o alemanes de la segunda guerra mundial.



La casa tenía todas las comodidades de trabajo. En el tercer piso vivía el secretario de la oficina con su familia y había habitaciones para huéspedes. El resto eran oficinas ocupadas por poca gente que honraban la historia del PS dividida en tendencias que cohabitaban en un ambiente de cálido silencio y que se unía solamente para compartir como buenos camaradas el sabor del chucrut, las chuletas de cerdo ahumadas, el strudel y la buena cerveza alemanas. La cocinera, el mayordomo y el jardinero eran alemanes y todos suponíamos que eran agentes de la seguridad.

Una radio de alta potencia permitía escuchar las emisoras chilenas y la radio Moscú por supuesto. Un traqueteo de máquinas de escribir redactaba el futuro de la caída de Pinochet y del triunfo de la revolución chilena. Los documentos del interior llegaban en unos llamados microfilms que traspasaban los controles de la DINA solo gracias a que su tamaño se confundía con El Mercurio. La mayor parte de las noticias recibidas eran malas; noticias que la mujer del secretario anticipaba con sollozos mientras bajaba las escaleras blandiendo un mensaje de telex en la mano. Casi siempre era invierno.



Todos abandonaron la casa cuando en el socialismo chileno hubo una gran bronca por ahí por el inicio de los ochenta. El muro de Berlín fue derribado años después y bajo sus escombros también quedaron sepultadas las tantas tesis inútiles que se redactaron en esa casa. Sin embargo, la casa sobrevivió a una hecatombe más de la historia de Berlín y, según informa la revista en la que ahora observo su foto, está hoy convertida en residencia de un club de intercambio de parejas. Según me he informado por mi cuenta en Internet los dueños del Club antaño fueron la cocinera, el mayordomo y el jardinero de la casa y en el cartel de entrada se anuncia que se habla español.



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Enrique Sepulveda. Abogado.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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