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Editorial: La política y la incertidumbre


La democracia chilena tiene como pilares políticos una troika conformada por el Presidente de la República, el Congreso y los partidos políticos, cuyas reglas de convivencia establecen -constitucionalmente- un claro predominio del Poder Ejecutivo.



Buena parte de la vida política nacional se desenvuelve en torno al permanente forcejeo entre estos poderes por conseguir un modus vivendi, que reserve a cada uno un espacio donde asentar su identidad. Sin embargo, con ocasión del cambio de Presidente de la República, los equilibrios trabajosamente logrados en el período anterior se tornan súbitamente precarios y ponen las cosas en un estado de fragilidad e incertidumbre que se manifiesta como desafío al nuevo poder ejecutivo.



La primera semana de gestión de la Presidenta Michelle Bachelet ha sido justamente lo opuesto a una luna miel, expresándose con esta analogía matrimonial la ausencia de críticas o reproches. Primero desde los partidos y luego desde el Congreso, en tono solapado u ostentosas declaraciones sobre roles constitucionales de cada cual, se viene recordando a la gobernante que hay espacios del poder que son compartidos y otros excluyentes, y que se debe respetar esa realidad. Como sucede ante cualquier eventualidad de conflicto, los protagonistas primero ponen sus símbolos en los espacios a disputar y hacen amagos para que los otros perciban la dimensión de su estatura, aunque todavía no pase nada. Salvo incertidumbres y temores, que al final -muchas veces- terminan por extenderse incluso al interior de cada poder.



Estamos viviendo la etapa del reacomodo del poder en que para la clase política todo está por definirse. Cuánto juego dará la Presidenta a sus ministros y éstos a sus subsecretarios. Cuál será la sintonía del Ejecutivo con los partidos que le respaldan y con los de la oposición. Los partidos a su vez se aprontan a definir dirigentes y estilos. Si hay algo que puede explicar el rotundo fracaso de Francisco de la Maza, el alcalde de Las Condes, en sus razonables propuestas internas para la UDI es lo inoportuno de presentarlas en un momento marcado por sensaciones de inestabilidad y cambio de liderazgo. Más aún cuando los partidos políticos juegan simultáneamente en todos los frentes y con los mismos personajes: recomponen agendas, tratan de recuperar coherencia, van a La Moneda a negociar como representantes de partidos, sean de oposición o de gobierno, o reciben al Ejecutivo con ropaje de parlamentarios.



La brevedad impuesta al nuevo período presidencial no permite demasiados prolegómenos para la acción. Aunque un período de cuatro años, sin reelección (pero sin elecciones en su interior), no es bastante para hacer una revolución cultural en la administración pública, sí es suficiente para gobernar en torno a objetivos concretos.



En este esquema de poderes compartidos, que quieren y deben entenderse, el Ejecutivo es el primero que debe actuar. No tiene mucho tiempo para tanteos. El punto de partida del nuevo gobierno es el estado de las relaciones que hereda del gobierno anterior. A este estado de cosas, Bachelet desea agregar a los ciudadanos. No está mal que lo intente, pero quizás debiera asumir que un nuevo rol de los ciudadanos es una meta y no el punto de partida de su gestión.

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