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Homenaje público a un hombre anónimo


Desoyendo la tímida resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, en el verano del año 2003 Estados Unidos -apoyado por el Reino Unido y España- declaró la guerra a Irak anunciando su invasión para capturar a Sadam Hussein. La razón esgrimida era desmantelar las armas químicas que poseía el enemigo y que amenazaban la paz mundial, una falacia como comprobamos después. Todos sabíamos, lo sabía Chile que integraba el Consejo, que al menos había evidencia controvertida respecto de dicha afirmación y que someter al pueblo iraquí a una guerra perdida de antemano, era moralmente inaceptable.



La declaración efectuada por la Casa Blanca nos pilló -como muchas veces sucede con la historia- en la calle; nos amargó lo que escuchamos en la radio y nos apuramos a mirar en los escaparates de las tiendas que promocionan televisores de última tecnología, cómo el guardián explicaba su estrategia para derrotar al mal, encarnado en un enemigo de turno, esta vez, Irak.



En ese momento, con un par de amigos caminábamos por calle Moneda y nos sentimos impotentes, molestos, enojados y cuando pasamos por el monumento a Salvador Allende, recordamos que alguna vez éste fue el enemigo de turno; antes lo había sido Jacobo Arbenz, por décadas se ha señalado a Fidel Castro y hoy lo es Hugo Chávez.



Volvimos a nuestros escritorios grises de la burocracia estatal, donde no éramos más que un conjunto de profesionales, muchos de ellos de los mejores con los que he tenido el privilegio de trabajar, que colaborábamos con el gobierno del Presidente Lagos.



Pero en la oficina del lado había un hombre sabio, que nos vio afligidos, escuchó cómo nos atropellábamos en nuestra rabia argumental, nos observó y guardamos silencio, como esperando la palabra de un chamán. En ese momento este hombre algo cano recitó el acto quinto de Macbeth, lo sabía en inglés perfecto, pero tuvo la humildad y la gentileza de hacerlo en español para que pudiéramos comprender la tragedia del ser humano.



Ese hombre se llamaba Carlos Tapia. Probablemente la mayoría de las columnas que he escrito en los últimos años para este medio han sido producto de intensos y duros debates con él, que exigía más y más de nosotros, nos reclamaba ser protagonistas de nuestra historia, como también demandaba un compromiso ético con aquellos que no tenían sueños ni estaban en posición de definir sus planes de vida. Exigía y reclamaba, ideaba y analizaba los discursos del Ejecutivo, los desmenuzaba y luego establecía el cómo y cuándo de los acentos.



Si digo que es la mente más lúcida y brillante que he conocido, para ustedes sólo es un juicio subjetivo pues probablemente no lo conocieron. Por ello, si les agrego que era profesor de Literatura y Doctor de la Universidad de Paris, quizás les da igual, como también les sería indiferente añadir que hablaba francés e inglés a la perfección; si les señalo que provenía de una familia modesta importa poco, como también que perteneció al MIR y que se marchó al exilio, porque no es más que la historia de muchos de los nuestros, quebrados, adoloridos y a pesar de eso, aún presentes.



Varios años después, cuando muchos niños jugaban con sus regalos de Navidad y otros miraban como aquellos jugaban -pues no tienen la suerte de tener un viejo pascuero ni sueños o simplemente dejaron de ser niños desde que nacieron- ese día, cuando muchos despertábamos de la resaca de una comida de pascua contundente y bien regada, un hombre canoso, de cincuenta años, yacía tendido en una calle de Santiago. Ese hombre era Carlos. Para él no hubo Pascua, no hubo comida ni regalos, probablemente sólo un largo y profundo lamento alemán de Brahms y una botella vacía; había saltado al vacío y sólo se encontró con un pavimento de mierda y duro, que lo cobijó, espero, en su último aliento.



Lo había dejado de ver hace algunos meses y necesitaba hablar con él, deseaba contarle en qué estaba, que creía de lo que estábamos viviendo, quería conversar con él y hablar de como la venta de celulares de última generación se había apoderado de los burócratas del Estado esperando, durante enero y febrero, un futuro mejor a través de una llamada con ID desconocido. Quería escuchar su opinión acerca de la receta de pollo con leche de coco, que parece ser el menú predilecto de la nueva administración -como dijo un medio sabatino- pero no estaba, porque tampoco estuve, porque no supe, porque nadie me contó, porque como puede pasarle a usted o a mi, había muerto un ser anónimo.



Un ser anónimo del que aprendí mucho, del que pensé que algún subsecretario mediocre finalmente no lo hostigaría más por haber sido el consiglieri de otro hombre genial -que en buena hora está vivo- y que tendría el espacio que esa mente merecía, perdón, se merecían especialmente aquellos que no han tenido el privilegio de ver al otro lado del escritorio a un hombre jugado, que no hacia ninguna reverencia a la Corte del Rey.



La muerte de Carlos, como sucede muchas veces en la historia, me pilló nuevamente en la calle. Esta vez no había ninguna promoción o a lo mejor sí, ya que la mayoría socialista levantaba la candidatura de un amigo y entre aplausos, fotos, abrazos y promesas de un Chile mejor, alguien me contaba al oído: «Carlos ha muerto».



¿Dónde estaba que no lo pude llorar hace tres meses?



¿Dónde estaban mis compañeros que no me encontraron? ¿Jugando con sus regalitos de Pascua o celebrando la promesa de un Chile más justo?



Hasta siempre, amigo, donde quiera que estés y gracias.



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Luis Correa Bluas. Abogado. Master en Derechos Fundamentales, Universidad Carlos III, Madrid.




  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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