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Participación y ciudad


Hace unos días me tocó visitar una bellísima casona de Santiago Poniente, recuperada del abandono por una universidad jesuita. Podríamos decir que se trata de un caso entre mil. La costumbre en los últimos cuarenta años ha sido derribarlas para construir un absurdo edificio sobre de sus restos. Santiago Sur y poniente, vecindarios antiguos donde una administración sagaz hubiera incentivado el regreso de las ciudadanos a ocupar estas casas de noble arquitectura, ya fuese como instituciones, o remodeladas como lugares de habitación para varias familias, se han convertido en suelo fértil para que malezas de entre veinte y treinta pisos de altura crezcan por doquier, destrozando en poco tiempo lo que tomó siglos en consolidarse. Incluso la peste se está extendiendo hasta el centro mismo. Recuerdo con impotencia la demolición del Club Italiano, ubicado en las cercanías del cerro Santa Lucía, un palacete de fachada barroca donde nació Roberto Matta. Ni la conservación de la memoria del incomparable pintor, ni las maderas nobles de sus pisos, escalas y boiseries, ni sus soberbios salones, consiguieron salvarlo de la retroexcavadora.



Los incentivos para que un genocidio arquitectónico de esta envergadura ocurra en nuestras ciudades -la fealdad que rápidamente desarrollan las ciudades de provincia a medida que crecen, Viña es un penoso ejemplo, es tan alarmante como la de estos y otros sectores de la capital- están dados. A la codicia de las empresas inmobiliarias no hay autoridad que le ponga coto -el vacío de las arcas municipales es su mejor cómplice-, ni agrupaciones ciudadanas que hagan valer sus derechos y puntos de vista acerca del barrio y la ciudad que desean habitar. Peor aún, esta debacle cuenta con el concurso de arquitectos inescrupulosos que por dinero son capaces de construir esas moles sin sensibilidad, cuya impronta inhumana hace patente que no dedicaron ni un solo instante a reflexionar acerca del valor estético del proyecto. A mi modo de ver, un arquitecto que no procura hacer todo lo posible para que una obra suya sea un bello objeto urbano, en consonancia con su entorno, es un profesional sin ética.



¿Cuáles son las políticas públicas que deben formularse para detener esta nueva forma de deshumanización? Porque no son sólo casas y barrios los que desaparecen, son expresiones de una época, de su historia y sus gentes, asiento fundamental de nuestra identidad.



A una buena gestión del patrimonio arquitectónico, con incentivos claros a los particulares para propulsar la readecuación de los inmuebles protegidos a las funciones de nuestro tiempo, habría que agregar una suma de principios tutelares que guíen a los municipios en sus planes de conservación y desarrollo. Es evidente que esa tutela oscila hoy sin términos medios entre la vaguedad más absoluta y un intervencionismo estatal desmedido.



Necesitamos principios sólidos, inspiradores, de largo plazo, no decretos antojadizos de la administración de turno. Sin embargo, mi interés se centra en una tercera iniciativa que ha tomado fuerza en otras partes del mundo. Tanto en Europa, como Estados Unidos y Bogotá, único ejemplo en nuestro continente, los gobiernos estatales o municipales han hecho suya la responsabilidad de que los ciudadanos participen en los procesos de desarrollo urbano que los afectan. Se trata de despertar por todos los medios la conciencia de cada uno e informarle de los temas y situaciones que tarde o temprano alterarán su vida en la ciudad y, de este modo, empujarlos a opinar a través de canales ampliamente dispuestos para la consulta.



Los cambios a los planos reguladores de algunas comunas, realizados con sigilo de ladrón, claramente no responden a este modelo. Es tal el apuro por construir -una idea compulsiva de progreso-, que las autoridades parecieran temer que si se deja opinar a todos los involucrados no se va a llegar nunca a nada.



Basta ver la forma solapada en que toma las decisiones nuestro malhadado Ministerio de Obras Públicas; la última de ellas, aprobar la construcción de un hotel que tapa la fachada y altera el plan maestro del aeropuerto, obra de uno de nuestros más connotados arquitectos, Emile Duhart. En Chile existe un miedo atávico de parte de las autoridades a la participación ciudadana. Algunos afirman que se debe a la herencia del centralismo borbón. Yo creo que es fruto de una clase oligárquica poco acostumbrada a ver sus decisiones sometidas a escrutinio público. Su reacción en estos temas ha sido semejante a la demostrada a causa de los embates de una prensa más libre.



Pese a todo, hay signos de esperanza. Michelle Bachelet llegó a La Moneda con la consigna política de escuchar la opinión de la gente e integrarla al diseño de soluciones. Por lo que ha demostrado durante la campaña y en estos primeros días de gobierno, no se trata sólo de buenos propósitos. Aun más, de su éxito depende que este principio virtuoso se propague hacia los funcionarios políticos que pueblan ministerios y gobiernos municipales.



Ya escucho a quienes desdeñarán esta reflexión por encontrarla inapropiada para la realidad de nuestro país. Somos naciones pobres y no podemos permitirnos los lujos que usted plantea. Falso. Olvidar como se olvida, ignorar a los ciudadanos como se les ignora, es una manera más, quizás la más hipócrita e insidiosa, de profundizar la pobreza. Y ser pobre, señores, no impide llenarse de audacia, aspirar a la belleza y soñar con una ciudad armónica, con un futuro anclado en lo mejor de su tradición.



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Pablo Simonetti es escritor.




  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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