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Editorial: El valor de las promesas electorales


La distancia y escepticismo mostrados por los medios de prensa internacionales, los analistas políticos e incluso los gobiernos respecto del anuncio de la nacionalización de los hidrocarburos en Bolivia, demuestra hasta qué punto la interpretación de los hechos económicos y sociales obedecen más a preconceptos y dogmas que a juicios de la realidad.



Cientos de miles de palabras se han vertido para argumentar el error estratégico en que habría incurrido el presidente Evo Morales (y la mayoría política que le acompaña) con su decisión de nacionalizar los hidrocarburos, la posibilidad cierta de que ello acerque nuevamente a Bolivia a un cuadro de crisis, que aleje las inversiones y deje trunca la simpatía inicial que despertara su proyecto político en diversos ámbitos internacionales.



Sin embargo, un examen más sereno y atento de los acontecimientos bolivianos desde mediados de la década pasada entrega como resultado, con meridiana claridad, que el presidente Morales tenía pocas opciones frente a este tema sustancial, no sólo de su propia campaña política sino también de la vida de Bolivia desde 1997.



En efecto, el actual cuadro político boliviano no puede explicarse sin el debate en torno a los hidrocarburos y a la ingobernabilidad política de los últimos 10 años, cuyo eje fue la Ley de Hidrocarburos, finalmente aprobada en 2005. Lo que derrotó a la vieja elite política boliviana e hizo surgir la alternativa mayoritaria del MAS, liderada por el presidente Morales, fue precisamente el tema de la nacionalización, que la mayoría ciudadana estimó había sido burlada con la pasada Ley de Hidrocarburos.



Por lo tanto, ha sido un acto de realismo político el de Evo Morales, que cohesiona su mayoría política, generando un entorno que aparentemente le resulta desfavorable, pero que, en el mediano plazo, le augura una ampliación significativa de su capacidad de juego político y de generar nuevos ingresos para sus proyectos. Nada de lo que implica la medida está más allá de lo razonable, y sus requerimientos técnicos pueden suplirse rápidamente con una política abierta de "nuevo trato" con los inversionistas. Lo que no podía continuar era la situación previa, la que -esa sí- era preocupante, para usar la desafortunada opinión del canciller chileno.



Las petroleras internacionales en Bolivia han reportado por muchos años los índices más altos de ganancias en el mundo. Mientras producir un barril de petróleo cuesta un promedio entre cinco y seis dólares el barril, en Bolivia cuesta un dólar o menos. El promedio de búsqueda y desarrollo es de 8,6 dólares el barril (en América Latina es de 5,6 promedio); en cambio, en Bolivia es de 0,40 centavos de dólar. En el mundo, ocho de cada 10 prospecciones son fallidas, mientras en Bolivia cinco de cada diez son exitosas. Y los precios a los cuales está abasteciendo a sus vecinos son irrisorios, al igual que lo recaudado en materia de impuestos.



Así, la decisión de nacionalizar era un requerimiento político con una legitimidad económica indesmentible. Y, bien administrada, puede convertirse en la gran diferencia entre un pasado de pobreza e inequidad, y el proyecto social redistributivo del actual gobierno.



Es verdad que la nacionalización aumenta las especulaciones en torno a un ajedrez estratégico complicado en materia energética. Pero ello puede ser también una ventaja, dependiendo de la habilidad de conducir el juego, pues nadie quiere estar fuera de él. Tal cosa quedó demostrada en la cumbre de Iguazú, con la presencia a regañadientes de Brasil y Argentina, países que se ven afectados directamente por la nacionalización.

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