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Democrático y reformista, el único socialismo posible


Posible y deseable, porque en nombre de altos valores de liberación se han hecho revoluciones que, fatalidad o burla de la historia, han terminado en desastres económicos, y más sufrimientos para los pueblos que se quería emancipar. Baste recordar el Terror jacobino de la Revolución francesa (que paradojalmente fue precursora de su propio antídoto, la Declaración de Derechos Humanos), y la larga masacre de la era estalinista. Sin embargo, hay que reconocer que bajo el término «revolución» hay más de una lectura.



Un conjunto de reformas radicales, pero graduales como toda reforma, podría ser una revolución, es decir un cambio profundo que haga irreconocible un sistema anterior, aunque sin cambiar el marco institucional en se realizaron los cambios; una «revolucionaria» reforma al sistema educacional chileno, por ejemplo (que harta falta hace). A veces hay una larga sucesión de cambios casi imperceptibles que terminan revolucionando sistemas de valores y culturales, la Revolución de las Flores de los años 60, otro ejemplo. Algo así se espera para finales del cuadrienio Bachelet. en lo que respecta a la mujer en la sociedad chilena.



Tampoco hablamos de la virtual revolución que, después de la caída del muro de Berlín en 1989, abatió en rápida sucesión los regímenes comunistas de Europa. Allí se trató, más que de masas revolucionarias que asaltaban el poder, de un verdadero estallido «desde dentro» de sistemas que ya no podían seguir en pie, castillos que se derrumbaron por su propio peso, el peso de sus fracasos y contradicciones.



¿Qué diferencia al socialismo reformista, de corte sociademocrático, del socialismo revolucionario? Digamos primero que la revolución no es una simple revuelta, no bastan las barricadas para hacer una revolución. Lo que constituye una revolución es la intención de cambiar de manera total un orden político y social existente, partiendo del supuesto que dicho orden es del todo irrecuperable. Diversamente el reformismo socialista considera que el orden existente es un marco válido (el sistema democrático republicano y las libertades económicas), aunque necesite de cambios y correcciones a favor de los trabajadores y categorías débiles y oprimidas. Es una contraposición que ha dividido la izquierda mundial, desde los tiempos de bolcheviques y mencheviques en dos grandes fuerzas: la izquierda comunista y la izquierda socialista democrática.



El reformismo representa un filón de pensamiento y acción política que ha contribuido sin duda a cambiar el mundo en el último siglo. Al reformismo de inspiración socialista debemos, entre otras conquistas, la educación pública obligatoria, la asistencia sanitaria, la previsión social, todas como tareas y compromisos del Estado moderno.



No resulta, pues, sorprendente si en otras latitudes la idea reformista goza de un prestigio y un respeto político desconocido en nuestra región, en la cual sus países de tanto en tanto son fascinados por populismos y nacionalismos que conducen a nuevas decepciones y fracasos. Es que la historia del reformismo socialista, o sea de una política capaz de hacer las cuentas con la complejidad de las sociedades y las democracias modernas, es una historia de avances y retrocesos, de errores y limitaciones, pero esencialmente de éxitos. Las derechas que en los países avanzados acceden democráticamente al gobierno, no logran (como querrían) desmantelar el Estado social construido por los socialistas de esas naciones.



Pero el reformismo no es una etiqueta para cualquiera, en especial para la derecha, pues su cultura es genéticamente extraña a las grandes reformas. Es la cultura de izquierda la que se propone corregir la realidad, cambiar los ordenamientos políticos y sociales, aceptando la idea «militante» de pertenecer a la voluntad colectiva de transformar para mejor el mundo. En la derecha, en cambio, prevalece una cultura que se propone conocer y describir la realidad, profundizarla, quizás mejorarla, pero que no se plantea el problema de transformarla.



El reformismo socialista no se da si falta la voluntad y la determinación de dejar el mundo un poco mejor y posiblemente más justo que el mundo que se heredó. Quien reduce, entonces, el reformismo a un simple método de cambios parciales, entrega una bandera a la derecha y obliga a la izquierda a jugar a la defensiva o a ser eternamente denunciataria, testimonialmente presente pero políticamente ineficaz. ¿Qué quedaría del socialismo moderno si acepta la idea de que izquierda y derecha pueden competir en el terreno del reformismo, como fue la pretensión de Piñera en la pasada elección presidencial?



El socialismo se desdibujaría perdiendo identidad y nitidez ante la sociedad y ante los electores. Por el contrario, a la derecha debe recordársele cotidianamente que ella es incapaz —estructuralmente— de jugar en el área de las grandes reformas, porque perdería parte de su propia identidad cultural y política.
Por esto, el reformismo socialista es hoy la respuesta más viable, responsable y eficaz al neoliberalismo, no las fanfarrias obsesivas de quienes siguen hurgando respuestas (o consignas) en el recetario ortodoxo y plagado de lugares comunes de la izquierda revolucionaria, populista o nacionalista, que ha cosechado y cosecha tantos fracasos en América Latina, siempre trayendo la «buena nueva», pero al final viejos sufrimientos, a los pueblos de la región, que luego son los únicos que pagan los raptus de sus inspirados líderes. Los ricos siempre se salvan de los experimentos de los mesías revolucionarios.



La globalización ha sentenciado que el mercado es el único y verdadero dominador de la escena mundial. Pero la fuerza ciega del mercado no será capaz de gobernar las sociedades que en el mundo reclaman justicia y más igualdad, valores permanentes del socialismo. El mundo global requiere más gobierno político que el mundo anterior, pues si se confían los gobiernos a las solas fuerzas del mercado crecerán aún más los millones de personas excluidas del bienestar del trabajo, de la salud, la educación y una vejez digna y humana. El Estado social erigido por la socialdemocracia, aún con todos sus límites, es una garantía frente a ese panorama, y tiene validez política y económica. Esa es la senda que parece querer proseguir con más decisión el gobierno de Bachelet, senda que justamente despierta tanta esperanza entre los chilenos.



El reformismo socialista chileno de hoy se mueve en un terreno conocido de siempre: el de la democracia y las libertades públicas, los valores que fueron el marco de Allende, el socialista que defendió arma en puño la democracia republicana de la época, como lo demostró en la imagen que recorrió el mundo y que hoy forma parte de la historia visual de Chile. Razón había en llamar «reformista» a Allende, sólo que al final muchos comprendimos que no era una descalificación: era un halago político.



Ante la embriaguez temporal del leninismo que aquejó al socialismo chileno a fines de los años Sesenta, ideas totalmente ajenas a la tradición democrática de su propia historia, hubo sectores que custodiaron la tradición democrática del socialismo, los socialistas liderados por Aniceto Rodríguez entre otros, o el propio Allende, cuya vía chilena al socialismo en fin de cuentas era un proyecto de reformas profundas en el marco institucional de las libertades democráticas, colectivas y personales.



Han transcurrido décadas de aquella experiencia, y no en vano. El PS recuperó la inspiración democrática de sus fundadores en el fatigoso esfuerzo de rescate y renovación de los años 80. Hoy, el socialismo se concibe indisolublemente ligado a la democracia, valor permanente y a salvo de los ímpetus revolucionarios que a veces lo ponen en discusión, confundiendo el sistema de gobierno democrático, («El peor de los sistemas, a excepción de todos los demás», decía Churchill) con los desastres e injusticias del capitalismo salvaje de hoy.



Las bases y los actores del reformismo moderno no se agotan en los límites de la izquierda histórica, ni tampoco terminan en los confines del socialismo chileno. En Chile ha habido y hay importantes vocaciones de reformismo social que van desde el siglo XIX, hasta las inspiraciones republicanas, laicas y del cristianismo progresista que han llevado a cabo grandes transformaciones y modernizaciones en el país, venciendo los conservadurismos de cada época. A ese filón, el socialismo debe aportar su propia voluntad de cambio social junto a sus vigentes valores de igualdad y libertad.



El socialismo reformista y democrático no renuncia a la crítica al capitalismo, a la injusta apropiación de la plusvalía denunciada por Marx. Se mueve y actúa en el marco de esa visión crítica para lograr mayores estados de bienestar, seguridad y justicia para el mundo del trabajo. Cada uno en su intimidad podrá suspirar por modelos finales de socialismo, y legítimamente los conversará y diseminará en los anhelos de todos. El socialismo democrático hace suyos esos sueños, pero su tarea es lograr mayor felicidad y justicia para todos y no sólo para un puñado de privilegiados, pero aquí y ahora.



Cierto, los objetivos inmediatos y mediatos del socialismo democrático y reformista no son espectaculares ni mueven a pasiones, escalofríos y fanatismos, pero al final irán modelando un Chile con miles de salas cunas, con mayor seguridad en la vejez, con una mejor y más extensa red de cobertura sanitaria, con más normas de protección laboral para hombres y mujeres, y con un firme y seguro crecimiento económico. Un país más próspero y mejor para los trabajadores y los excluidos de siempre. Disculpen si esto es poco.





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Fredy Cancino. Miembro del comité central del Partido Socialista.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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