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El derecho a manifestarse y la respuesta del Estado


Al igual que a muchos que pensamos que el diálogo y no la represión debe sustentar a toda sociedad democrática, me ha sorprendido la forma en que las fuerzas policiales han reprimido las manifestaciones que distintos movimientos sociales -entre ellos estudiantes, pobladores y mapuches- han desarrollado en los últimos meses en reclamo por derechos que sienten conculcados. Las imágenes de televisión dan cuenta de la actuación desmedida de carabineros frente a ellas, hayan mediado o no hechos de violencia, afectando no solo a los manifestantes, sino también a quienes, por cualquier razón, se encuentran en el lugar de los hechos. La mayoría de las marchas ciudadanas han concluido con detenidos, llegándose a contabilizar la semana pasada la exorbitante cantidad de 700 de ellos.



Dos son los argumentos invocados por la autoridad para avalar el uso de la fuerza policial frente a estas manifestaciones; el no haber sido autorizadas por ellas, y el uso de la violencia por parte de los manifestantes. La primera argumentación, utilizada casi rutinariamente, resulta poco consistente en un gobierno que se ha definido como «de los ciudadanos». Nadie niega el derecho que estas tienen a regular el ejercicio de este derecho de modo de no afectar actividades laborales u otras que podrían verse afectadas. Ello, sin embargo, no puede llevar a la autoridad, como ocurrió en Temuco hace un par de semanas, a disolver violentamente una marcha mapuche, antes siquiera de que comenzara, so pretexto de evitar daños en la vía pública, negando con ello el ejercicio de este derecho ciudadano.



Respecto a la segunda argumentación, cabe reconocer que es efectivo que la violencia ha sido utilizada en varias -no todas- de las manifestaciones aquí aludidas, generalmente por parte de algunos sectores en ellas participantes. Ello resulta, sin duda, condenable. Compete a la autoridad, sin embargo, una reflexión más profunda sobre este fenómeno, y sobre la forma en que este hecho debe ser abordado desde el estado, que es el encargado de velar por el bien común y la convivencia ciudadana.



Debe preguntarse la autoridad si desde la perspectiva de los derechos humanos, a los cuales el gobierno adhiere, resulta adecuado el uso que carabineros ha hecho de la fuerza en dichas manifestaciones, muchas veces de manera más enérgica que por parte de los mismos manifestantes. Debe también preguntarse la autoridad, si ella es conducente como estrategia para garantizar la convivencia ciudadana y el orden público.



Debe preguntarse, además, que lleva a los manifestantes, en particular a los más jóvenes, a hacer uso de la violencia en estas manifestaciones, y si ello no es una señal que de cuenta de otras realidades más profundas -ausencia de mecanismos reales de participación social y política, exclusión de su voz en los medios de comunicación, impotencia frente al actuar de los poderosos grupos empresariales, marginación económica, por mencionar solo algunas- que deben ser atendidas con urgencia de modo de abordar este fenómeno.



Quien escribe estas palabras está lejos de respaldar el uso de la violencia como forma de ejercer derechos ciudadanos, pero no puede por ello dejar de representar las evidentes contradicciones de la política pública en esta materia. Bien saben las autoridades -muchas de las cuales fueron víctimas de la represión del régimen militar-, que la violencia solo genera más violencia, y que este peligroso espiral nunca debe ser alentado desde el estado, que es el garante del bien común.



La experiencia vivida en días pasados en Neuquén, provincia del sur de Argentina, hasta donde viajé para dictar un curso en la Facultad de Derecho de la Universidad del Comahue, puede aportar elementos para abordar este complejo fenómeno. En el viaje por tierra hasta esta ciudad, me encontré con un corte en la principal carretera provincial provocado por una comunidad mapuche que alegaba por su derecho a la tierra denegado por el gobierno. Se trataba de un corte simbólico, puesto a que los vehículos, luego de su retención por unos minutos, eran autorizados a seguir. Los manifestantes dialogaban pacíficamente con la policía, la que observaba los hechos. Aunque estoy conciente de que esta situación escandalizaría a muchos en Chile, impacientes por llegar a sus actividades y ciegos frente a la realidad de los marginados del sistema, me parece que había en los actores involucrados en este episodio una actitud mucho más sabia que la que existe en nuestro país frente a situaciones similares. No había violencia por ninguno de los actores; la policía -y detrás de ella la autoridad a la que responde- respetaba el derecho de los mapuche a manifestarse, y los manifestantes, luego de hacer pública su protesta, el de los viajeros a desplazarse.



Otro hecho sucedido en esa sureña provincia argentina me dio pistas para entender el fenómeno de la violencia social que afecta a nuestra sociedad, tan autocentrada y maravillada de sus logros, que es incapaz de mirarse críticamente y de repensar su accionar para generar una convivencia ciudadana que indudablemente hace crisis. Al leer la prensa provincial y nacional de ese país noté que sus páginas incluían la voz de representantes de agrupaciones barriales, organizaciones de profesores y consumidores, sindicatos, comunidades mapuche, entre otras, todas organizaciones de la sociedad civil, describiendo en detalle su realidad, su visión y sus demandas a la autoridad. Ello en contraste con Chile, donde los principales medios de comunicación rara vez dan cabida a los sectores organizados de la sociedad civil, a la voz de los excluidos – los mismos pobladores, estudiantes e indígenas que se manifiestan en la vía pública- privilegiando en cambio de modo evidente la voz del gobierno, de los partidos políticos y del mundo empresarial. Más aún, en muchos de estos medios en nuestro país la información referida a los sectores populares se encuentra en las páginas policiales, lo que contribuye su criminalización y estigmatización, y en nada contribuye a la convivencia social armónica a la que se anhela.



Debemos reflexionar, entonces, sobre los fenómenos sociales y políticos que se esconden detrás de la protesta de los sectores marginados en nuestra sociedad, y sobre la forma en que dicha protesta es abordada desde el estado. Ello a objeto de poner freno al espiral de violencia que amenaza con instalarse en ella, con peligrosas consecuencias para todos.





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José Aylwin. Abogado, Co-Director del Observatorio de Derechos de los Pueblos Indígenas (jaylwin@observatorio.cl).

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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