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Editorial: Rebelión de los estudiantes o el éxito pasa la factura


La autocomplacencia general del último año del gobierno de Lagos derivó hacia una cierta ceguera. La clase política, incluida la oposición, se sentía demasiado satisfecha. Cifras en mano, el Estado chileno obtenía calificaciones de excelencia y esa situación era elogiada, y no pocas veces envidiada, en los círculos internacionales. Los positivos puestos en los rankings, sobre todo económicos, alcanzados por el país, parecían reveladores. No es extraño, pues, que Lagos y su entorno vivieran durante los últimos meses del sexenio en un estado de levitación.



De puertas adentro reconocían que la gran asignatura pendiente eran las escandalosas desigualdades a las que había conducido el rigor del modelo. De repente, en efecto, al filo del 2004-2005, los distintos partidos y actores sociales coincidieron, como si se tratase de una iluminación colectiva, en que la sociedad chilena padecía niveles muy peligrosos de desigualdad. En este ranking el país también calificaba, pero esta vez peleando por los últimos lugares mundiales de la tabla. En medio del triunfalismo reinante, daba un poco de vergüenza aceptar este hecho. ¿Qué hacer?



El famoso "modelo chileno" se mordía la cola. Su eficiencia macroeconómica había hecho olvidar las distancias sociales crecientes sobre las que se asentaban sus logros. Tal distorsión era una bomba de tiempo que se quiso conjurar con la fuerza de las palabras. Se habló de solidaridad, de cohesión e inclusión social. Contra la desigualdad, tanto el oficialismo como la oposición blandieron en todas las pequeñas pantallas el talismán de la educación. Discursearon mucho sobre mejora y calidad de la enseñanza. En éste, como en otros temas, lo riesgoso era que los destinatarios de la retórica terminasen por tomársela en serio y exigir en consecuencia.



Así ha sucedido. Los estudiantes han cobrado sus palabras a los políticos. Y les han sonado a hueco. Su movimiento ha sido capaz de denunciar públicamente que el rey está desnudo. Con su sencillo gesto de exigir la materialización de las palabras han pinchado el globo de los publicitados éxitos y han mostrado sus vaciedades.



Esta generación en rebeldía posee su propia historia y sus propios códigos. Cuando tenían nueve años, oyeron que Pinochet había sido desaforado. Cuando eran aún niños de once, contemplaron escenas de cuatro mil adultos desnudos en pleno Parque Forestal posando para Spencer Tunick. Al año siguiente, los canales de tevé vomitaban imágenes hasta entonces ocultas sobre Allende, el golpe militar, la DINA o la CNI. Ellos las veían con catorce años. Entre el 2004 y el 2006 les llegaron los ecos de dos campañas electorales. Vivieron el triunfo y asunción de Michelle Bachelet. Percibieron aquella emoción transversal. Son hijos del celular, de Internet, del Messenger. Han sido diluviados en su corta biografía por miles de horas de Mekano, Rojo y diversos reality-shows. El resultado de todo esto no es una gente escéptica o desilusionada. Tienen ideas y objetivos, funcionan con mucha tranquilidad, con un estilo cool serenamente resolutivo.



Nos cuesta entender de dónde han salido los aplomados líderes que vemos expresarse en estos días en los medios. Comprobamos que vienen de una juventud con convicciones, pero sin dogmas. De hecho, han sido capaces de mantener un movimiento articulado y ágil. Han establecido muy oportunamente diversos modos de acción y participación. Han demostrado que se puede neutralizar la violencia. No han permitido que orgánicas partidarias se adueñen de su trabajo y de su organización. Respiran frescura y sentido republicano. Por eso el movimiento nos ha cautivado. Por eso ha ido creciendo el apoyo de la sociedad.



Ha tenido suerte, a pesar de todo, la Presidenta con este primer conflicto. Le permite entrar en un tema esencial como es la educación, respaldada por toda una sociedad que, tras los acontecimientos, se encuentra más motivada y movilizada. Le abre, además, mucho más los ojos a través de la mirada de miles de adolescentes que están sufriendo la realidad, muchas veces bochornosa, de los colegios y liceos.



Evidentemente, el tema de la desigualdad se expresa dramáticamente en el ámbito educativo. Conmueve la solidaridad expresada en estas jornadas. Pero las diferencias abismales entre los centros exigirá un gran esfuerzo para nivelar para arriba. La presión organizada de los alumnos resultará para eso fundamental.



El episodio de esta rebeldía estudiantil muestra lo inútil y nefasto del triunfalismo en un Chile todavía con fuerte déficit respecto a las estructuras esenciales de servicios. También nos muestra cómo la intervención de la sociedad civil bien aprovechada puede imprimir realidad y entusiasmo a la acción política.

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