Publicidad

Las historias de un poeta-guerrillero en El Salvador


Cuando en El Salvador son las diez de la noche
Y en otra parte hay libertad




«Amor mío me voy/
la noche se entrega a los lobos/
y si no logro llegar a casa/
me encontrarás/
entre los escombros/
de la madrugada»

(Otoniel Guevara)




Otoniel Guevara (1967) fue guerrillero en El Salvador durante los 80 pero comenzó a escribir poesía cuando tenía 17 años. Sobrevivió a aquella década devastadora hasta que dejó las armas cuando vino el acuerdo de paz definitivo el 16 de enero de 1992 firmado en México (Acuerdos de Chapultepec o Acuerdos de Paz de El Salvador). Esto dijo Amnistía Internacional más tarde: «Entre 1980 y 1991 El Salvador enfrentó unos de los periodos más oscuros de su historia. El conflicto armado dejó aproximadamente 75 mil víctimas de violaciones de derechos humanos, incluyendo ejecuciones extrajudiciales, homicidios ilegítimos, desapariciones y tortura. Violaciones cometidas en la mayoría por las fuerzas armadas o ‘escuadrones de la muerte’ y en menor proporción por el Frente Farabundo Marti de Liberación Nacional (FMLN)».



Otoniel dejó la guerrilla pero nunca la poesía. Más aún, junto a un grupo maravilloso de colaboradores ha organizado varios encuentros internacionales de poesía. Como este Tercer Festival en homenaje a Roque Dalton, bajo el título «El turno del ofendido», al que asistimos en mayo pasado junto a 28 poetas extranjeros y muchos poetas del mismo país.



Si bien en El Salvador terminó hace más una década una horrorosa guerra civil, no ha regresado ni la paz ni la prosperidad y en eso la mayoría en aquel país parece estar de acuerdo. La primera entrada de divisas de El Salvador no es ni el café ni ningún otro producto de su tierra sino las remesas en dólares. Para 2003 se calcularon cerca de 2 mil millones de dólares en remesas que fueron enviadas por mas de 2.5 millones de salvadoreños que viven en EE.UU. Esos envíos son la primera entrada de divisas al país.



En los años ’80 EE.UU. ayudó con millones de dólares, pero para otro objetivo. Se calcula en 4.100 millones de dólares la ayuda económica de EE.UU. a El Salvador entre 1980 y 1992. Aparte de la cantidad anterior, hubo ayuda para reorganizar el ejército nacional con helicópteros, tanques y armamento moderno. Fue un «apoyo extra» y superior a mil millones de dólares. Toda esa ayuda fue dirigida claramente para destruir a «los subversivos y comunistas». Extraña contradicción que resulta difícil de entender ahora en 2006. O no tanto si la analizamos desde la actual globalización en la que los países del Primer Mundo requieren la mano de obra barata del inmigrante. Ahora son otros los millones de dólares que desde aquel país ingresan por el trabajo de la mano de obra salvadoreña en Estados Unidos para mantener la economía a flote.



La violencia es otra lacra en El Salvador. Por un lado las «maras» y por otro los ocultos «escuadrones de la muerte» (remanentes de la ultraderecha). Las maras (palabra que originalmente significa grupo de amigos) son las pandillas que tienen un origen justamente en salvadoreños marginados que arrancaron de la guerra y llegaron a Los Ángeles, EE.UU. a fines de los 80. Allí crecieron -a tal punto de ser las pandillas más temibles- para hacer frente a las pandillas de mexicanos u otros grupos que se mofaban y abusaban de unos «intrusos» recién llegados.

Luego esas maras retornan a El Salvador al ser expulsados de EE.UU. Es un ciclo de «ultraviolencia», como me dijo el poeta, narrador, académico salvadoreño, Heriberto Montano. Me dijo, además, que no parece existir una solución clara para terminar con ellas. Algunos políticos más extremistas sugieren eliminarlas de raíz (con el exterminio violento por las fuerzas policiales); otros prefieren crear programas de reinserción en la sociedad. Y los escuadrones de la muerte escondidos, por otro lado, aumentan aún más la violencia tomando en sus manos el exterminio a sangre fría de los miembros de las maras.



Esto fue lo que en un pueblo llamado Quezaltepeque nos decía la misma gente, luego de una lectura de poesía, comentando por qué los jóvenes de ese pueblo ni se atreven a organizarse o participar más activamente en actos culturales por temor a esa violencia. Por temor a caer muerto o muerta, a los 18 años, por ese ciclo sin fin de «ultraviolencia» que parece no tener solución en El Salvador en estos momentos. Y en ese país convulsionado el poeta Otoniel Guevara continuamente, cada año, organiza e invita a poetas a su país. Escribe también como periodista una página cultural (Suplemento «Tres Mil») cada semana en el «Diario Colatino» (http://www.diariocolatino.com/tresmil/). Parece que el día tiene más de 24 horas para él. Nadie sabe cuánto duerme diariamente porque siempre está haciendo algo por la cultura de su país.

Conocer a este poeta es algo que no me había ocurrido en otros lugares. Ni siquiera en mi propio país de Chile. Ni menos en el que vivo ahora, EE.UU. Me contaban que cuando era guerrillero casi murió en la montaña por una serie de enfermedades que agarró. Debían sacarlo a la ciudad para curarlo pero había un cerco de militares. Lo disfrazaron y lo pusieron encima de un caballo. Tuvo que pasar por entremedio de un millar de escuadrones de la muerte. Un solo reconocimiento de que era un guerrillero joven (quizás ni les importaba que fuera poeta) habría terminado con su vida con una ráfaga salida de un arma moderna norteamericana. Esto me lo contó el escritor costarricense Alfonso Chase y él sí sabía más historias de Otoniel



Pero Otoniel ríe siempre. Sus conversaciones son alegres, en carcajadas generosas, espontáneas y auténticas. No siempre los poetas se ríen. Por lo general, son serios (más aún los chilenos a pesar de la poesía humorística e irónica parriana). Muchos poetas son graves y con alguna frase profunda en los labios para dejar pensando a los demás (o confundir aún más las cosas). Lo conocí en Granada, Nicaragua, en el Festival Internacional de ese país (https://www.elmostrador.cl/modulos/noticias/constructor/noticia_new.asp?id_noticia=181339) . Allí mismo me invitó para su Festival. Yo nunca antes había oído hablar de él ni leído nada de Otoniel. Allí me regalo un libro muy bello «No apto para turistas». Lo leí con mucha atención. Luego otros libros que su propia madre me regaló en El Salvador, Doña Hilda de Guevara, pues nos alojamos en su casa de Quezaltepeque junto al poeta hondureño Salvador Madrid y el poeta, narrador y académico, Alfonso Chase.



Menciono con cariño a Doña Hilda porque conversando con ella los dos días que nos recibió en su casa, las historias que nos relataba de su vida, de su hijo Otoniel, de su propia madre (la abuelita de Otoniel quien estaba allí aún viva con 101 años de edad), contemplando yo la casa donde nació el poeta, sus libros, revistas, objetos, todo aquello me entregaban un contexto o materia prima de donde creo se ha nutrido toda esa poesía de Otoniel Guevara unida a la guerra en los 80, y a todo el pasado de represión que ha sufrido el pueblo de El Salvador.

Toda su poesía es de amor. Aún más, ésa que escribió Otoniel durante su etapa de guerrillero. No hay por ningún lado (por lo menos en sus libros que leí e incluso en el último que es una especie de antología, «Los juguetes sangrantes», 2005) un poema panfletario ni de odio como motivo recurrente. Y eso me pareció curioso en un país donde la violencia fue tan devastadora. Su poesía, y la que escribe hasta ahora, habla del amor a la mujer, a la amada, amante, hija, y subterráneamente, inconscientemente, al amor que siente por su madre. Siempre es un amor entre melancolía, pasión desmedida y encuentro gozoso de los cuerpos. Compenetración de dos seres para que la soledad quede exterminada para siempre. Curioso porque si pienso en la poesía chilena durante la dictadura es difícil encontrar una poesía que no sea denunciatoria de algo y por ello difícil encontrar una poesía semejante a la de Otoniel Guevara.



Volví pues de El Salvador pensando y asimilando todas esas cosas mientras leía entre medio de las lecturas poéticas los poemas de Otoniel porque me interesaba entender cómo se relacionaba su poesía, su personalidad, con El Salvador. Leía y pensaba entre almuerzos. Entre las conversaciones con otros poetas salvadoreños o de otras partes de América Central o el mundo que me daban ciertas claves. O cuando visité a la tumba de Monseñor Romero asesinado en 1980.



O entre risas de los muchachos de 11 a 17 años en las escuelas donde me tocó leer mis poemas como en Quezaltepeque, o en el Instituto Nacional de San Juan Opico, o en el colegio Cristóbal Colón de El Salvador, el Auditorio de Derecho de la Universidad de El Salvador, el Museo de la Palabra y la Imagen, o la Universidad Jesuita Centro Americana. O con los muchachitos y muchachitas de una escuela de Pachimalco, o en el Parque Cuscatlan. O compartir con los jóvenes poetas del taller literario «Quino Caso» en Quezaltepeque, comiendo pupusas. O con los jovencísimos poetas jóvenes que vinieron desde Managua, Nicaragua.



En países que fueron terriblemente arrasados por guerras horrorosas, la poesía sigue siendo un medio importante para contribuir también a una cierta manera de reconciliación. De reprocesamiento de nuestra historia, contexto y vida cotidiana. O catarsis necesaria cuando el ser humano aún sigue viviendo bajo una sociedad convulsionada y no tiene idea cuando realmente llegará la paz y la tranquilidad.





_________________________________________________





*Javier Campos es poeta, narrador, académico chileno. Profesor de la Universidad Jesuita de Fairfield, EE.UU. Reside en ese país.












  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias