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El orgullo de la Presidenta y el debate en educación que por fin se abre (I)


Durante las movilizaciones estudiantiles la Presidenta declaró que se sentía orgullosa de la educación pública que fue el marco de su vida escolar y que existió hasta antes de los ’80. Pese a las insuficiencias manifiestas que dicho sistema de educación presentaba —con una cobertura incompleta y socialmente desigual— quisiera pensar que los dichos de la mandataria no eran un artificio para buscar empatía con los sentimientos e inquietudes de la ciudadanía.



Pareciera que los chilenos y chilenos —anclados en nuestra historia— consideramos de manera más bien mayoritaria que la educación es, prioritariamente, un bien social. Sabemos además que no todos los bienes son mercancías ni tienen por qué comportarse como tales.



Pareciera además existir una visión mayoritaria en orden a que las soluciones a los problemas de la educación chilena actual no pasan por continuar haciendo más de lo mismo, ni tampoco por las mismas vías estructurales de los últimos 25 años. Caso contrario, los logros en calidad y equidad seguirán siendo magros o claramente insatisfactorios en términos absolutos y relativos, con grave perjuicio para el desarrollo socioeconómico y para la democracia en el país.



Con respecto a la equidad de los sistemas educativos, en el debate científico a escala internacional sobre educación, en donde junto a sociólogos confluyen entre otros, economistas, psicólogos, filósofos, pedagogos, etc., se distinguen diversos niveles deseables de equidad frente al sistema escolar y en su interior.



El primero es la igualdad de acceso que se identifica con la cobertura del sistema educativo (SE) de un país. En otras palabras, se trata del derecho a recibir el «bien educación», al menos en sus niveles de base y obligatorios. La segunda es la igualdad de condiciones de escolarización y de vida escolar que apunta, grosso modo, a que todos los ciudadanos, por la igualdad de derechos que consagra la ley, reciban un «bien educación» más o menos equivalente en calidad.



Encima de estos dos niveles se instala la conocida igualdad de oportunidades que representa por excelencia el ideal meritocrático anunciado en los albores de nuestra era moderna para acabar con los privilegios sociales de cuna y apellido. Ella supone que las diferentes personas —independientemente de su origen socioeconómico, sexo, raza, etc.— tienen probabilidades similares de acceder a los niveles superiores y espacios que ofrece el SE y la sociedad en general sobre la base de su esfuerzo y capacidades.



Finalmente, nos encontramos con la denominada igualdad de resultados, que implica como objetivo que en cada nivel del sistema éste logre que el conjunto de quienes a él ingresan adquiera efectiva y durablemente los conocimientos y competencias que supone dicho nivel (es decir que adquieran el «bien educación»). Así por ejemplo, no basta con que los alumnos que ingresan a primero básico se sienten en los pupitres. Lo importante es que todos sepan, al final del año, leer y escribir.



Evidentemente estos niveles de igualdad presentan diversos grados de complejidad, se entremezclan entre ellos y se determinan unos a otros. Al mismo tiempo, ellos se relacionan con otras definiciones y principios para el sistema educativo de cualquier país (contenidos y programas, tipo de gestión, tipo de establecimientos, etc.).



Para el caso de Chile, nuestro país exhibe un muy buen nivel de cobertura en comparación con otros países similares. Sin embargo, el caso chileno pasa a ser un ejemplo paradigmático de lo que en sociología de la educación se conoce como democratización segregativa. En efecto, en el resto de los niveles de equidad parecemos estar lejos de un sistema que entregue un servicio de buena y similar calidad a todos sus ciudadanos y que a la vez y por lo mismo, genere mayor igualdad de oportunidades y de logros para todos.



En cuánto a la calidad, si tomamos como parámetro los resultados nacionales promedio, ésta es baja o inferior en comparación con otros países, incluso de menor riqueza que el nuestro. Cuando se miran indicadores del impacto de la desigualdad social en los resultados escolares, Chile se ubica siempre en niveles bastante superiores a la media internacional (ver por ejemplo PISA 2000, TIMMS 1995-1999, LLECE 1998).



Así las cosas, el resultado global de nuestro sistema educativo en su diseño actual es muy insuficiente en términos de eficacia —sobre todo para las expectativas del país en el mundo globalizado—. Por otro lado, tampoco es posible decir que este sistema esté creando una elite con tamaño y resultados aceptables a escala internacional. De hecho, menos de un 2% de los jóvenes chilenos de 15 años se ubicaron en el «Nivel 5» (máximo) en la prueba PISA 2000 de lenguaje. Por el contrario, un 20% evidenciaba no haber adquirido las competencias y conocimientos mínimos que el sistema educativo se supone debiera entregarles («Nivel 0» para el mismo test).



En lo que respecta a la integración de la sociedad gracias al sistema educativo —en lugar de su segregación a través de él— es evidente que existe un gravísimo problema a resolver. A manera de ejemplo, se estima que sólo un 1,4% de los estudiantes de 4° Básico de escuelas públicas provenía, en el año 1999, del 10% de chilenos más ricos, mientras que más del 70% de éstos se originaba en el tercio más pobre de la población (Mizala et al, 2005). A esta radical estratificación se suman, entre otros, la tendencia a la acumulación de situaciones de desventaja para los más pobres, y un gasto total por alumno desproporcionadamente desigual según tipo de establecimiento.



Por otro lado, estudios recientes basados en comparaciones internacionales destacan la diversidad de opciones que existen para llevar a cabo descentralizaciones en los SE. Indican además que la acentuación de políticas públicas «liberalizadoras» no significa, obligadamente, mayor calidad pero si implica, significativamente, más injusticia al interior de los sistemas educativos (Mons, 2004, Suchaut & Duru-Bellat, 2005).



En síntesis, el diseño actual del SE en Chile no está logrando en lo sustantivo: ni calidad promedio, ni una elite significativa, ni equidad en las condiciones de escolarización, y menos aún en los resultados y logros escolares.



Tras veinticinco años, y más allá de las comparaciones internacionales, la tan anhelada calidad que resultaría «naturalmente» de una mayor liberalización y competencia de mercado entre establecimientos, no acudió a la cita. La hipótesis mecánica y por cierto ideológica de que la competencia de mercado engendraría por sí misma calidad en la educación, pareciera no tener sustento en la experiencia chilena.



Frente a esa realidad, es urgente que el Estado y la sociedad reconstruyan, sobre otras premisas y con nuevos instrumentos, su rol y sus responsabilidades en la educación de los futuros chilenos y chilenas. Y la noción de «educación pública» debiera ser prioritaria en dicho proceso, tal como parece indicarlo con profunda razón el sentir mayoritario de la ciudadanía y este maravilloso movimiento estudiantil que ha sacudido y despercudido al país.



No se trata de creer ilusamente que un SE mejor y más justo resolverá, de una sola vez y por sí mismo, todas las desigualdades sociales. Pero si logramos al menos que éste no las siga ni profundizando ni reproduciendo, ya sería un avance titánico.



Cuando los regímenes soviéticos se veían enfrentados a sus fracasos u horrores, la respuesta de éstos era siempre la misma: «es que no aplicamos bien la receta» o «no profundizamos lo suficiente». Insistir hoy en que la respuesta a los problemas estructurales de nuestro sistema educativo es «aún más liberalización» pareciera ser la aplicación, a otra escala, del mismo razonamiento.



(continuará)



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Rodrigo Roco Fossa. Ex presidente de la FECH.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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