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Políticas públicas: Una Bipolaridad Peligrosa


Tres de las socialmente más gravitantes políticas públicas -la energética, la tributaria y la ambiental- develan una suerte de «esquizofrenia argumental» que parece haber afectado algunas decisiones gubernamentales de la última década. Los marcos energético, medioambiental y tributario han estado caracterizados por una retahíla de ambigüedades, vacíos legales descubiertos siempre después (nunca antes) de dictadas las normativas, dobles discursos e incluso contradicciones entre sus máximos directivos. Lo ocurrido por acción u omisión en ellos justifica mejor que ningún otro aquel viejo adagio de «haz lo que digo y no lo que hago».



El intocado principio de «subsidiariedad del Estado» reserva a la empresa privada como coto exclusivo y excluyente la producción de bienes y de servicios públicos (los últimos en la lista, cárceles y hospitales). Desde este punto de vista, no debiera constituir novedad que sea el mercado (entendámonos: no los consumidores, sino que los inversionistas y grandes empresarios) quien determine cuáles son las normas que más conviene al mismo. Pero sí es nuevo que al momento de fundamentar determinados proyectos, las autoridades gubernamentales incurran en una bipolaridad que marca una peligrosa brecha entre el discurso y la práctica.



El discurso sobre trasparencia va casi siempre asociado a conceptos tales como horizontalidad, descentralización y participación (los pacientes hospitalarios hoy son llamados «clientes»). Pero en los hechos su gestión continúa recubierta de oscurantismo, normas aceleradamente impuestas por la supuesta urgencia legislativa y escasa consideración por los «ciudadanos-consumidores».



Parte importante de esta especie de trastorno de personalidad de las políticas públicas puede deberse a la enorme dificultad de «trasparentar» (por utilizar un barbarismo muy usado por los think-thanks gubernamentales) como públicos unos beneficios en último término exclusivamente de la empresa privada. Un caso típico es el de las tarifas de los pocos servicios que como la electricidad o la telefonía fija siguen siendo regulados:



La dicotomía entre discurso y práctica no sólo deja un amargo sabor de exclusión entre las organizaciones ciudadanas o de la llamada «sociedad civil», sino que alimenta la percepción de que los marcos legales y reglamentarios; las regulaciones supuestamente diseñadas para restablecer las simetrías o corregir las imperfecciones de los mercados. Y aun muchos de los instrumentos concebidos en función del interés general, han terminado subyugados a las eficaces presiones del lobby o cabildeo de los grandes empresas y conglomerados. Este ha sido el caldo de cultivo que explica por qué estamos donde estamos: con unas políticas eficientes, pero no siempre trasparentes ni equitativas.



Podría decirse que la sub-representación de ‘las mayorías silenciosas’ (término acuñado antes de los ’90 por algunos opositores de entonces) ha sido directamente proporcional a la sobre-representación de las organizaciones del gran empresariado.



Hay, claro, responsabilidades compartidas entre los gobiernos, los parlamentarios y la sociedad civil. Entre los dos primeros se reparte la de mantener una legislación sobre participación ciudadana que concibe a la sociedad chilena como un grupo de compartimentos aislados entre sí, y siempre bajo la férula del Estado.



Nada más alejado de una sociedad (que se dice o se postula) diversa y tolerante, ni tampoco más arcaico, que dejar a la discrecionalidad presidencial la concesión de algo tan básico como la personería jurídica de una organización social. Y los cambios contemplados en el adormilado proyecto de Ley de Participación Ciudadana no avanzan mucho más en lo que es realmente importante: la incidencia efectiva de personas y organizaciones en los temas de la agenda pública. Recuerde también las severas presiones ejercidas por el gran empresariado y las enormes dificultades que han entrabado el debate parlamentario sobre una nueva normativa que permita crear organizaciones de consumidores y le dé derechos para defenderlos de los abusos.



A su turno, en la «sociedad civil»Ë‡ coexisten paradojal y al parecer armoniosamente el individualismo con el paternalismo estatal. El último Informe de Desarrollo Humano elaborado por el PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo) constata que en Chile el ciudadano medio otorga a sus organizaciones el menor poder de influjo sobre la vida cotidiana y desconfía del apoyo que puede esperar de éstas. Sin embargo, menos de un quinto de la población confiesa haber participado de alguna acción orientada a hacer respetar sus derechos, y un tercio está completamente marginado de alguna organización social.



Democratizar las políticas públicas sigue siendo una tarea pendiente tras 15 años de gobiernos concertacionistas. Repartir el poder -«bajarlo», «diseminarlo», «descentralizarlo» serían conceptos equivalentes- desde La Moneda (en Santiago) a los parlamentarios (cuando están en regiones), desde el «supra-poder» del Ministerio de Hacienda hacia los servicios y dependencias públicas, desde los burócratas al «ciudadano de a pie» y a sus organizaciones; desde los conglomerados a quienes pagan por sus bienes y servicios, y -por cierto- desde los dueños de las empresas a sus trabajadores. ¿Será mucho pedir?



Nueva ley eléctrica: un caso puntual



Sin ningún debate ni participación ciudadanos, el Gobierno ha logrado aprobar rápidamente su proyecto de ‘Ley Corta II’. Pero el declarado propósito de ésta -diversificar la matriz energética- terminó siendo cercenado por consideraciones cortoplacistas: la necesidad de aplicar compresas frías a la crisis energética nacional, generando incentivos lo suficientemente poderosos como para que los inversionistas desempolven sus proyectos de invertir en nuevas centrales generadoras. El grueso de los cambios sustantivos introducidos al texto original del proyecto respondió a las presiones de las empresas sectoriales. Así, el Gobierno eliminó el artículo que dotaba con mayores atribuciones al regulador (la Superintendencia de Servicios Eléctricos), porque según los generadores ello suponía un intervencionismo del Estado en el sector y confundía las atribuciones actuales del ente normativo (la Comisión Nacional de Energía, CNE) y de los Centros de Despacho de Carga.



Pero el cambio más escandaloso sufrido por el proyecto definitivo (y demostrativo de la enorme capacidad de cabildeo que continúan ejerciendo las grandes empresas del sector) fue la decisión de elevar el «techo» de precio para las licitaciones de suministro eléctrico de largo plazo, permitiéndose que éste pueda excederse hasta en un 35% (20% en una primera instancia y un 15% adicional, aprobado por la CNE, si se declara desierta la licitación) sobre el precio actual de la energía.



Analistas no gubernamentales criticaron que la autoridad optase con esta reforma por forzar un incremento en los precios. Porque las alzas permitidas para estimular a que las empresas inviertan en nuevas centrales son tan desmesuradas y operan como señales a tan largo plazo (10 ó 15 años), que podrían quedar fuera de mercado en pocos meses, pues tampoco se establece un mecanismo que dé cuenta de los cambios del mercado (entre éstos, reducciones de precios). La fórmula aprobada lisa y llanamente no recoge tal posibilidad. Además -advirtieron-, los nuevos precios surgidos como consecuencia del cambio a los contratos de clientes no regulados eran suficientes para alcanzar el punto de equilibrio de rentabilidad de las empresas eléctricas durante ésta y la próxima fijación tarifaria. Como cada una de éstas dura cinco años, lo que se dice es que las tarifas ya eran rentables para toda la próxima década.



Esta -y no la falta de suministro de gas argentino- es la verdadera razón existente detrás del alza cercana al 12% (1% desde mayo y 10% en junio) que deberán enfrentar los consumidores chilenos. Pero al ministro de Economía y Energía, Jorge Rodríguez, le resultaba más fácil -más «político»- endosar el incremento a causas externas Sin embargo, antes de ello, a los senadores Alejandro Foxley y Carlos Ominami, el Ministro les aseguró que el sector privado sabría responder a los «incentivos» contenidos en la «Ley Corta II»‘.



Esta defensa de los «incentivos» (una eufemística manera de denominar el nuevo aumento de precios eléctricos) la hizo cuando ambos expresaron su temor de que las empresas generadoras no respondan con prontitud y en la magnitud deseada con nuevas inversiones en centrales, e hicieron ver la conveniencia de que dos empresas públicas (Codelco y Enap) fuesen autorizadas a instalar turbinas con las cuales sortear el posible desabastecimiento que enfrentaría el país los próximos dos años.



Horrorizado ante la posibilidad de que el Estado interviniese como inversionista en un sector reservado en exclusiva a los privados, el Ministro de Economía y Energía aseguró que el «comportamiento responsable» de las generadoras «inhibe al Gobierno de contemplar una situación donde empresas públicas cumplan roles hoy entregados al sector privado».



¿Cómo entender este discurso con una realidad que revela exactamente lo contrario? Porque las empresas generadoras son quienes condicionaron nuevas inversiones a que el Gobierno les diese un precio de la energía lo suficientemente atractivo. Tanto ha sido el «comportamiento responsable» de Endesa y las demás, que parte muy importante de la crisis energética actual responde a la brecha creciente entre el consumo y la capacidad de producción eléctricas, provocada porque ellas dejaron de invertir en el sector apenas percibieron que el precio de la energía no les era atractivo.



Tan patente este condicionamiento, que Endesa supeditó la entrada en operaciones de una nueva central suya al contenido de la «Ley Corta». Y tanta su confianza de que ésta saldría según sus deseos, que aun antes de que el Congreso terminase de aprobar los cambios introducidos al proyecto, su gerente general informaba a sus accionistas que «las recientes reformas a la normativa sectorial posibilitarían a mediano plazo una alza mayor a la esperada en los precios de nudo.»



Detrás de la soterrada disputa entre el ministro de Economía y los senadores Foxley y Ominami ha aflorado una vez más el dilema irresuelto durante los tres gobiernos de la Concertación respecto de los límites o condiciones en que debe actuar el Estado cuando la empresa privada ha descuidado una industria o un mercado, o cuando el mal funcionamiento de éste amenaza con una perdida del bienestar general). Es también una pugna entre una visión economicista que privilegia el corto plazo (desde la esfera pública, esto equivale a soluciones rápidas y ojalá baratas; desde la privada, rentabilidades elevadas e inmediatas), versus un largo plazo siempre demasiado largo y por tanto incierto.



Una propuesta ‘heterodoxa’



La incoherencia de algunas políticas públicas pero también la oportunidad única de englobar baja una misma visión estratégica tres sectores distintos parece intentar ser recogida por la reflexión nacida precisamente del ente que el último tiempo ha acumulado mayores cuestionamientos a la trasparencia de sus políticas sectoriales: el Ministerio de Obras Públicas, Trasportes y Telecomunicaciones (Moptt). Jaime Estévez desea impulsar cambios estructurales en el triministerio no sólo como consecuencia de la corrupción detectada en éste, sino que para enfrentar una nueva etapa de gestión de la inversión pública. inspirada -dice- en «una redefinición respecto de los roles desempeñados por el Estado en el desarrollo nacional», abierta a la posibilidad de «nuevas y más perfeccionadas formas de regulación».



El diagnóstico a que ha llegado Estévez no está muy lejos de la realidad descrita más arriba: la infraestructura actual es insuficiente, la participación del capital privado es importante. Su fundamento no es menor, pero tampoco novedoso: «Hay factores de riesgo evidentes que pueden generar conflictos regionales y nacionales -en tanto aumente la presión sobre los recursos naturales o donde hay factores medioambientales de por medio». Por tanto, sugiere crear una institución que defina y garantice a la ciudadanía una política de precios que refleje un accionar productivo eficiente, y «no sólo el ejercicio de acciones de los agentes que se fundamente en poderes monopólicos u oligopólicos». En buen romance, que las políticas no se apoyen en la presión asociada a su posición como actores dominantes.



Pero la tarea no será fácil: hay conflictos en ciernes, y éstos son «indebidamente tratados con las políticas y facultades de que dispone el Moptt». El propio ministro los enumera:



* En electricidad, existe un conflicto permanente entre tarifa e inversión, y un total descuido en materia de eficiencia y diversificación energética, cuyo origen pasa por la regulación.



* En telecomunicaciones, el monopolio de la red fija que se contrapone a la agresividad y competitividad de la red móvil. Además, subsisten problemas de trasparencia tarifaria para los usuarios.



* En vialidad, la inquietud deviene de la brecha advertida entre los peajes máximos planteados en los procesos de licitación y la política de peaje efectivo aplicada por las empresas concesionarias: la experiencia reciente arroja situaciones donde la tarifa se ha incrementado en más de 60% en peajes suburbanos cuya densidad de flujo es mayor, lo cual conforma una práctica discriminatoria.



Por último, su intención de más o mejores regulaciones generaría un conflicto de poderes con el ministerio de Economía (Estévez utiliza un concepto más políticamente correcto: «requiere ser armonizada», dice). Porque ambos tienen facultades vinculadas al fortalecimiento de ámbitos que colindan con la inserción de la iniciativa privada en la infraestructura pública. Pero (está visto ya) no necesariamente tienen una similar visión estratégica cuando se trata de «asegurar procesos de inversión adecuados y beneficios sociales derivados de la modernidad y efectivos para los usuarios».



Lo concreto es que cuando el ministro Estévez menciona la necesidad de «un proceso modernizador más integral y profundo de la gestión pública», podemos inducir por su negación lo que ésta no ha sido hasta hoy: ni profunda ni integral.



Nelson Soza M. es periodista y magíster en Economía.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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