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Chile y Bolivia: La necesidad de la diplomacia de los pueblos


Una nueva polémica en la política exterior chilena se ha alzado a propósito del viaje de un grupo de parlamentarios de la Concertación a Bolivia, que terminó en una pequeña declaración de buenas intenciones sobre las relaciones entre ambos países.



Las críticas que han surgido desde distintos sectores políticos reflejan los resabios del conservadurismo en nuestras relaciones vecinales, que en cambio se despejan absolutamente cuando se trata de buscar acuerdos con las grandes regiones del mundo en el campo económico. En la élite chilena han recibido con espanto la tesis de la «Diplomacia de los Pueblos» que ha planteado el gobierno boliviano como un camino estratégico en la búsqueda de nuevos espacios de diálogo y de soluciones en la centenaria y entrampada política bilateral.



Nadie ha cuestionado que el Poder Ejecutivo, y particularmente el Presidente de la República, conducen la política exterior de nuestro país, pero de allí a sacar como conclusión que es el único pertinente de opinar sobre nuestras relaciones hay una distancia sideral. Justamente si se trata de profundizar cada vez más nuestra democracia, un apoyo importante es que representantes de otro pilar del Estado, como lo es el Poder Legislativo, también tengan una actitud más dinámica y pro activa para ampliar el espectro de los diálogos, los temas y hasta las sensibilidades políticas. Incluso aunque ésta tuviera diferencias sutiles o profundas con las que lleva adelante el Ejecutivo. El Parlamento chileno tiene definidos ámbitos de responsabilidad en la política exterior, y lo mejor para su aporte pasa efectivamente por un conocimiento más directo de las problemáticas centrales que hoy día se afrontan en ese aspecto.



De la misma forma es que debiera incentivarse que las relaciones, prioritariamente entre los vecinos, tuvieran un espectro mayor de actores en juego, como lo pueden ser justamente organizaciones sociales, culturales, académicas, deportivas, que aportan también una mirada y un lenguaje. Porque al fin y al cabo las relaciones son justamente entre pueblos y personas y en muchos casos estos vínculos son de un enorme aporte para generar mayor confianza en la elaboración de las políticas oficiales y legales. En este sentido entiendo esta diplomacia de los pueblos, para romper otro de los reductos del elitismo que encapsula estos espacios a burocracias especializadas retocadas de aires palaciegos y formatos de protocolos.



Una buena pregunta a responder sería cuánto más se podría avanzar en las relaciones entre pueblos, si el interés por ella y las posibilidades de influir fueran justamente un patrimonio de todos los ciudadanos organizados, y adquirieran centralidad otras áreas relevantes para el desarrollo de los pueblos, donde el comercio fuera uno más y no el exclusivo acaparador de la atención y los esfuerzos ministeriales.



Por lo tanto, lejos de transformarse en un problema, estas instancias deben constituirse en toda una oportunidad, porque tampoco puede olvidarse que la política exterior también es una política pública que debe estar abierta a la discusión nacional, abierta, transparente, contradictoria y que en tanto más participativa, de mejor manera pueda representar efectivamente un «sentir nacional».



Bajo este mismo precepto, si bien siempre es más deseable que haya estabilidades y continuidades en las políticas, particularmente aquellas que requieren tiempos largos de solidificación, no es posible asumir como argumento para rehuir el debate un enlazamiento con principios pre argumentativos e inmutables. Para el caso de Bolivia esto ha sido demasiado patente. Desde el comienzo de las discusiones se ha declarado irrevisable el Pacto de 1904, a pesar de que se hizo en un contexto de inmediatez de la post guerra con toda la presión política evidente, así como el constante rechazo chileno de llevar este tema a legítimos organismos multilaterales, que siempre ha constituido un recurso de política internacional para la resolución de conflictos, más cuando hay mucha cerrazón entre las partes. Debemos asumir los cambios junto con los tiempos históricos, en tanto la política exterior también es una construcción que debe dar cuenta de los requerimientos y necesidades concretas, y no instalarse en una retórica del «interés nacional», que se presenta como vacuo y particularmente sospechoso.



Si hoy día recurrimos al precepto de proteger el interés nacional en las relaciones con Bolivia, entonces tendríamos que concluir que es de la mayor importancia tener relaciones fluidas y expeditas, en base a que compartimos una frontera que está inserta en una macrozona que tiene características comunes en el plano físico, económico, étnico, cultural y social, que tiene un gran impacto en las poblaciones de ambos países. La particularidad de las relaciones vecinales, es que las políticas tienen un doble efecto, en la escala nacional y en la escala regional. Las posibilidades de incentivar a nivel local un comercio fronterizo para una región que así lo requiere, producir controles compartidos frente a problemas de seguridad pública, tener protocolos comunes frente a desastres naturales propios de la zona, desarrollo de programas culturales y educativos multiétnicos, inversiones articuladas en infraestructura, se pueden acompañar de políticas generales en cuanto a estrategias de conectividad subregional, estrategias energéticas, intercambio comercial, políticas de cooperación en el ámbito de la defensa, etc., alejando así todos los fantasmas de la inseguridad y generar las condiciones materiales y subjetivas necesarias para una integración compleja y eficiente.



La diplomacia de los pueblos y las opiniones que éstos expresen, y en ese contexto entiendo la relación que generó este grupo de parlamentarios chilenos, debiera ser un camino que se incentivara y se reconociera. No está de más recordar la opinión que mayorías nacionales de distintos países hicieron presente frente a la invasión de Irak, que significó una importante ola de manifestaciones públicas multitudinarias, que no fueron escuchadas por los gobiernos que terminaron sumándose a la invasión estadounidense al margen de las Naciones Unidas. Allí, los respectivos poderes ejecutivos, hicieron patente esta tradición de ser los conductores de la política exterior y no se preocuparon del llamado «interés nacional», y no tuvieron la sensibilidad de esos pueblos que sí dimensionaron los efectos negativos de una decisión basada en la tozudez y la mezquindad política de las élites.



Al final, algunos de ellos fueron y otros están siendo castigados por esos mismos pueblos que fueron desairados.



La preocupación principal del gobierno no debiera ser si se amplían las voces que participan e interrumpen el monólogo oficial, sino estar lejos de la voz de los ciudadanos cotidianos. La democracia de a poco deja de ser solo un recurso electoral.





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Carlos Gutiérrez. Director Centro de Estudios Estratégicos, Universidad ARCIS, y miembro del Movimiento Populáricos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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