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Corea del Norte y el nudo gordiano de una crisis


Desde que George W. Bush fuera elegido presidente de los Estados Unidos, en noviembre del año 2000, la situación de seguridad en el Noreste de Asia entró en un franco retroceso. Las recientes pruebas de misiles por parte de Corea del Norte no vienen sino a confirmar este aserto, en la medida que son la respuesta lógica a un diálogo de sordos, inaugurado desde que el nuevo mandatario llegara a la Casa Blanca. Un ejemplo más claro de ello fue el profundo estancamiento que experimentaron las conversaciones sostenidas entre Estados Unidos, China, Corea del Norte y Corea del Sur, sobre el ya viejo y polémico programa nuclear norcoreano; a pesar de que dichas negociaciones fueron ampliadas a Japón y Rusia, en junio del año 2003.



La última versión de las denominadas «conversaciones de las seis partes», se verificó hacia fines del año 2005, circunstancia en la que quedó demostrada la intransigencia mutua de sus dos actores fundamentales. Mientras los Estados Unidos brega por obtener el desmantelamiento del programa nuclear norcoreano de una manera «verificable e irreversible», el régimen de Kim Jong Il no abandona su arriesgada política de bluff, que lo ha llevado a anunciar de cuando en cuando, casi de manera calcada, singulares pruebas de misiles de largo alcance sobre los cielos de Japón. No obstante, a diferencia de la crisis desatada en 1998, por el mismo motivo, la presente «provocación» norcoreana no debiera llevar a una alteración significativa del panorama estratégico.



Cabe precisar que Corea del Norte no constituye una amenaza de proporciones para sus vecinos ni mucho menos para los Estados Unidos. Sumido en una alarmante precariedad interna, el régimen de Pyongyang, ha entrado a utilizar su potencial nuclear como una suerte de moneda de cambio para obtener ventajas económicas que le permitan su subsistencia. Aunque no cabe descartar la teoría del «chivo expiatorio»; esto es, la exaltación de un enemigo útil a los intereses de seguridad norteamericanos, la preocupación central de un posible enfrentamiento está más asociada a un consecuente colapso del régimen de Kim Jong Il, cuyo esquema totalitario no deja mucho espacio para pensar en la adopción de medidas racionales una vez que éste se desencadene.



La cantidad de lazos que en materia de seguridad se entrecruzan entre los países del Noreste Asiático son de tal envergadura, que el congelamiento de las negociaciones entre los Estados Unidos y Corea del Norte, implica necesariamente un retroceso en la persistencia de un equilibrio de poder entre todos los actores regionales. Japón, el país más directamente afectado ante cualquier amenaza de Pyongyang, constituye una especie de correa trasmisora de las percepciones de Washington, situación que le ha impedido desplegar una política más autónoma y constructiva en el campo estratégico. De ese modo, no resulta extraño observar el constante deterioro que durante el último periodo han experimentado las relaciones de Tokio con los demás países vecinos.



La reciente reunión sostenida por el primer ministro del Japón, Junichiro Koizumi y el mandatario norteamericano, en los Estados Unidos, no ha hecho otra cosa que confirmar la estrecha alianza que en materia de seguridad existe entre estas dos naciones. Alianza que no sólo se restringe a materias de seguridad de carácter regional, sino que también a situaciones de carácter global. En ese sentido, aunque pareciera resultar anómala la paulatina retirada de las tropas japonesas desde Irak, tal acontecimiento responde a una reformulación del escenario político-militar interno del país del oriente medio, en donde no está eliminada la idea de que Japón aumente su contingente estacionado en Kuwait, destinado al apoyo logístico de las tropas aliadas, particularmente, la de los Estados Unidos.



El caso de Corea del Sur, por supuesto, no escapa al ambiente de tensión establecido en el Noreste Asiático desde la llegada de Bush a la Casa Blanca. A pesar de circunstanciales intentos de desmarcarse de la influencia norteamericana, como lo demostró la elección en febrero del 2003, de Roh Moon Hyun, continuador de la política de acercamiento y reconciliación con Corea del Norte, más conocida como sunshine policy, Seúl no pasa por alto que los cerca de 37 mil soldados estadounidenses apostados en territorio surcoreano son el mejor disuasivo para la impredecible conducta de sus vecinos inmediatos. Dentro de ese contexto, es comprensible que el gobierno surcoreano anunciara a principios de julio el establecimiento de negociaciones para la compra de misiles de alcance medio, así como la confirmación del próximo encuentro cumbre entre los presidentes Roh y Bush, en septiembre, con el fin de «evaluar los futuros pasos de la relación bilateral».



Un factor adicional que impide a los Estados Unidos imponer su evidente supremacía sobre Corea del Norte, tal cual como lo hiciera en Irak, es el indirecto, pero cotidiano apoyo que Pyongyang recibe de China, país que desde épocas remotas se ha sentido con un cierto derecho a influir en los asuntos peninsulares. El hecho de que la última versión de las conversaciones de las seis partes se hayan realizado en Beijing, grafica precisamente el monitoreo permanente que el régimen chino despliega sobre lo que considera uno de los ejes estratégicos de su política exterior. Además de estar obligada a ir en ayuda de Corea del Norte, en caso de que ésta protagonizase un conflicto, en virtud del Tratado de Amistad, Cooperación y Mutua Asistencia, firmado en 1961 por ambas naciones, China vislumbra que para concretar su lenta emergencia como un poder global, la situación de seguridad del vecindario debe permanecer, al menos, dentro de los márgenes de lo que ha dado en llamarse una «Paz Fría», es decir: la más estricta mantención del statu quo.



Ante la falta de flexibilidad de los Estados Unidos para abandonar los discursos beligerantes y su falta de voluntad para abordar en serio la situación de Corea del Norte, es imposible descartar una escalada armamentista en la región, que implique el desarrollo de programas nucleares por parte de la totalidad de los países involucrados. Menos aún, es imposible apostar a una superación del actual estado de congelamiento de las conversaciones de las seis partes, mientras en Washington predomine la insistente intención de derrumbar al régimen de Kim Jong Il, cuyo Partido Coreano de los Trabajadores, sigue siendo la única alternativa política viable en su interior.



Sin embargo, si bien resulta ingenuo pedirle al líder norcoreano que abandone el principal recurso del que dispone para mantenerse en el poder (su potencial nuclear), no resulta tan aventurado pensar que una política de seguridad relativamente más autónoma de Japón y Corea del Sur; así como una diplomacia más decidida, contribuirían a reducir las amenazas constantes de la actual situación que se vive en el Noreste Asiático. Ambos países son lo más directamente perjudicados de los bluff norcoreanos, del statu quo conveniente a China y de la inflexibilidad norteamericana. El nudo gordiano, que a diferencia de Alejandro, nadie sabe muy bien cómo «desatar».


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Cristián Maldonado M. /Periodista PUC. Magíster en Estudios Internacionales del Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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