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El fracaso no anunciado de la ronda de Doha


El trajín de más de sesenta delegaciones de países miembros de la Organización Mundial de Comercio (OMC) en Ginebra, igual que la de Hong Kong hace un par de meses atrás, nuevamente no ha servido para más que viaje de turismo de las delegaciones respectivas. Pascal Lamy, Director General de la OMC, pareció creer que bastaba con que el circo se juntara otra vez para producir el quiebre del «impasse» de la ronda de Doha. Pero las delegaciones ni siquiera se sentaron a negociar. ¿Para qué se convocó, y qué consecuencia acarreará el resultado de esta nueva farsa internacional?



Cualquiera sea la respuesta a la primera pregunta, es un hecho que Lamy no se atrevió a reconocer oficialmente la crisis antes de la reunión y dejó que los delegados de todo el mundo viajaran inútilmente a Ginebra para hacerla evidente. Ello refleja que la crisis no es sólo de la actual ronda de negociaciones, sino del sistema de la OMC en su conjunto. Lamy prefirió hacer discutir dos «modalidades» de consenso para las subvenciones agrícolas y para las manufacturas y bienes industriales, y crear lo que él llamó «zonas de aterrizaje» para posibles acuerdos. Las primeras, los asistentes a la reunión ni siquiera discutieron, y a falta de consensos, no había nada qué hacer aterrizar.



Respecto de las consecuencias, algunos comentaristas ven en el posible fracaso de la ronda de Doha una amenaza de resurgimiento del proteccionismo mundial y de inestabilidad geopolítica. Este es un cuento viejo. La tesis es que si no hay nuevos acuerdos, todos los anteriores parecieran derrumbarse. Por tanto, diversas publicaciones, como El País, se ven llamadas a defender la OMC como «la más importante herramienta de gestión del proceso de globalización». Al parecer, podríamos estar frente a una grave crisis del sistema de «gobernanza» mundial. ¿Cuánto de cierto hay en ello?



De hecho, la OMC es una de las más importantes instancias multilaterales mundiales de articulación de las políticas económicas gubernamentales. La OMC posee un sistema de resolución de disputas único en su tipo a nivel mundial. Junto a las negociaciones propiamente tales, a través del derecho que genera, este mecanismo tiene gran influencia sobre la formulación de las políticas económicas de los gobiernos.



Los efectos son contradictorios. Por un lado, y producto de la vaguedad de sus principios y de la profusión de cláusulas generales en los que se basa, el derecho de la OMC ha creado múltiples subterfugios empresariales para desconocer, subvertir e, incluso, hacer sancionar la acción reguladora de los estados en los países en desarrollo. Muchos estados débiles están sucumbiendo a esta amenaza, «ablandándose» más de lo que ya eran anteriormente.



Por el otro lado, y de manera contraria a la tendencia anterior, ha ido aumentando la presión interna sobre muchos gobiernos para inducir a la OMC a dar forma efectiva a su obligación de contribuir a un desarrollo mundial equitativo. Sin embargo, la OMC no tiene receta alguna para satisfacer esta demanda. Las normas del derecho de la OMC no sólo son contradictorias entre sí y con las normas de otras áreas del derecho global, como los derechos humanos, la protección ecológica, el derecho del mar etc. Además, ellas carecen de visión de un orden público mundial justo y equitativo. Por eso, la OMC carece también de instrumentos para promover un desarrollo económico mundial coincidente con estos fines.



Como si esto fuera poco, el gobierno de los EE.UU. y la Comisión Europea han reclamado para sí, cada cual a su manera, el derecho de proteger los intereses de poderosos grupos de poder interno al margen de sus compromisos con la OMC. De allí la proliferación de tratados bilaterales de comercio y protección de inversiones, en desmedro de los esquemas de cooperación multilateral. Ello, obviamente, no les impide insistir en las negociaciones multilaterales para liberalizar aun más el comercio mundial de servicios y proteger la propiedad intelectual de sus patentes y productos (muchas veces en desmedro del conocimiento científico y de productos no patentados de los países en desarrollo).



Por eso, la crisis de la ronda de Doha es mucho más que la tantas veces anunciada y temida crisis del proceso de liberalización del comercio mundial. Ella es el reflejo de la incapacidad de la OMC de establecer un conjunto de reglas globales que más allá de la letanía sobre el libre comercio mundial, efectivamente promueva una división internacional del trabajo justa y equitativa.



Se trata de una crisis no prevista ni anunciada, y tampoco entendida por quienes deambulan por el mundo correteando al ogro de un orden mundial en descalabro. La OMC como «herramienta del manejo de la globalización» sigue siendo una herramienta de los poderosos. Más que llamar a defenderla, lo que correspondería es exigir su profunda transformación.





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* Alexander Schubert es economista y politólogo.








  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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