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Vacaciones en el Caribe


Ha llovido todo este verano aquí donde nos quedamos para nuestras vacaciones. Ya no se puede salir a otras partes. Claro, nada mejor que el Caribe (y es desde allí donde escribo esta columna). Pero el calor es húmedo en esta parte. Tenemos 80 o 90 grados Fahrenheit cada día. La semana pasada, en junio, llegó a 100 grados la temperatura. Bueno, es verano y se puede decir que es normal (o no tanto). Llueve y hace un calor que parece uno estar al lado del sol. A veces parecen formarse tempestades en el mar que podrían semejarse a lo que fue el Huracán Katrina. La televisión previene que se tenga cuidado. Dice que debemos llevar siempre radios portátiles para enterarnos de las condiciones del tiempo. Las radios de ese tipo son ya muy baratas y son similares a un celular.



Pero la playa todo lo compensa. Si viene un huracán inesperado, nos decimos con Alba, moriremos juntos en El Caribe. O sea, se puede estar todo el día tendido en el agua. En la orilla. Se puede leer un libro o dormir y soñar que la felicidad es esto. Algunos, como nosotros, traen su silla y se sientan en esa tranquila orilla que no produce olas gigantescas como ocurre en el lado del Pacífico. La vida es el paraíso en El Caribe. Puede ser un cliché, un estereotipo. Pero es cierto.



El Caribe Atlántico es tranquilo como una taza de leche de agua salada, muy salada, cristalina, y arena muy blanca. Hace unas décadas, cuando ocurrió lo que está ocurriendo en el planeta, la arena era oscura. Hoy es blanca como las playas de Varadero en Cuba, o las mismas de Miami, en la parte de Tampa, en las famosas playas de Clearwater Beach. Por un lado, todo el cambio, para algunos, ha sido beneficioso. Claro, si se le mira por el lado comercial. Para los que se preocupan de la destrucción de planeta, una calamidad irreparable, un camino a la destrucción apocalíptica.



El tema de esta columna realmente comenzó, o se inspiró cuando leí la de mi querido amigo Nelson Villagra aquí en El Mostrador.cl. Me dije que él se me había adelantado en el tema (ver 17 de junio, «¿Quién está jugando con la lupa?»). Después de leer la columna de Nelson (la recomiendo mucho para que también, de paso, se entienda esta columna mía) yo diría que lo que voy a contar aquí (y ya estoy contando) es como una conversación con la de Nelson.



Bueno, entonces decidí escribir sobre un tema que se me fue ocurriendo mientras estábamos de vacaciones en el Caribe Atlántico. Sintiendo un grandísimo calor, como si tuviéramos, como dije, el sol al lado de uno, junto a la lluvia, sobre nuestras espaldas, sobre todo lo viviente con un poder indescriptible. Allí estábamos con Alba, tendidos en la orilla gozando de las aguas tibias del Caribe y con ese sol abrasante. Luego la lluvia, y otra vez el sol. Allí conversamos que sería bueno comprarnos un condominio para nuestra vejez. Vivir más cerca de la playa (bueno, no somos aún ancianos, especialmente Alba con una juventud que parece eterna). Deseamos vivir lejos del mundo agitado de las metrópolis.



Toda esa angustia de alejarse de lo que en algún momento perecerá para siempre (me refiero al medio ambiente del planeta) parece que ocurre sólo en el Primer Mundo. Entre la gente que vive bien o ha vivido siempre sin sobresaltos ambientales ni siquiera un bichito o mosquito le ha entrado a su living, su cocina o el dormitorio. Los que han vivido siempre con aire acondicionado cuando afuera hay 115 grados Fahrenheit. Son los que tienen, al parecer, contradictoriamente, más conciencia de los deshielos del Polo Sur y del Polo Norte. Los abismales cambios de temperaturas (consultar por favor la columna de Nelson que relata muy bien con datos y cifras el asunto). El comportamiento extraño de las especies animales, las que vuelan y no vuelan, la extinción, por otro lado, de miles de especies de todo tipo, animal o vegetal, o de los árboles que ya no crecen más porque con ellos se hace madera para hermosos catres del Primer Mundo. Pero sobre todo la emigración extraña de otros animales y la aparición de nuevas especies de árboles, flores jamás antes vistas que resisten lluvias, huracanes, calores sobre los 150 grados (eso lo dijo CNN hace dos días y no sé si será cierto, allí muchas veces dan noticias que confunden).



Queremos con Alba que la muerte nos tome en las playas de El Caribe. Parece romántico e irresponsable lo que escribo (seguir consultando la columna de Nelson Villagra en este punto), pero ahora se convierte en una realidad indiscutible. Por eso decidimos buscar un condominio más cerca del mar Caribe. Y los están construyendo como si fueran callampas que aparecen al instante luego de una lluvia torrencial. Y lo interesante es que están usando la madera de los árboles que se están extinguiendo para, -Ä„según dicen esas compañías publicitarias!- preservar en la memoria de una casa aquel árbol que desapareció con el cambio climático en el planeta. Resulta ridícula la justificación pero si se piensa bien pueden que tengan razón (desde la perspectiva comercial publicitaria o confusamente arqueológica, claro).



Pero hay un asunto que en muestro caso con Alba nos importa porque lo hemos estado notando hace unos 10 años a la fecha (a mi me produce un miedo muy peculiar). Es el asunto de los animales. Sobre todo cuando tienen reacciones que se salen de la común conducta que uno les conoce. Por ejemplo si un gato doméstico de repente nos ataca o ruge como otra especie eso me produce un miedo inexplicable. Y eso es muy común en esta región del Caribe Atlántico.



También en esta parte de la región, los monos congos (que están emigrando desde Costa Rica), los monos cariblancos, algunas serpientes, hasta iguanas gigantes, están apareciendo con más frecuencia por nuestro jardín y los nuevos tipos de árboles y vegetación de la casa donde ahora vivimos (no en el condominio que pensamos comprar cerca de la playa). Hace 30 años ni se veían monos congos. Se les llama así quién sabe por qué pero si buscan en Internet verán que tienen una cabeza muy grande y una papada gigantesca por eso pueden emitir unos alaridos semejantes a leones enfurecidos que se escuchan a varias millas o kilómetros de distancia.



Pero eso ocurre en el Caribe. Es común la variedad de animales, bichitos, mosquitos, calor, aguas del mar temperadas, frutas como los mangos que crecen ahora con más profusión en nuestro jardín. Hay que vivir con eso. Pero decidimos que compraremos un condominio más cerca del mar. Seguro tendrá la misma vegetación y animales que rondan ahora nuestro jardín en esta casa arrendada. Sí, vivimos y viviremos en el Caribe.



El Caribe Atlántico le dicen ahora a la región de Nueva Inglaterra, el norte este de EE.UU. Hace 25 años aquí, por los cambios climáticos en el planeta, es lo mismo que haber vivido en Cuba o Puerto Rico o Jamaica o Costa Rica, etc., hace décadas o milenios de años atrás. La diferencia es que en esas islas el calor (y la explotación de recursos por las transnacionales) ha destruido casi toda especie viviente y toda flora. Quizás por eso se explica eso de los monos congos, las serpientes, el cambio de las arenas oscuras a las arenas tan blanca como la harina que tenemos en Connecticut ahora. O que a las seis treinta de la tarde ya está oscuro en Nueva York, Boston, Fairfield, en fin, en toda la región noreste de los Estados Unidos. Y esto ocurre en invierno o verano (hay sólo dos estaciones por el cambio climático) aunque la temperatura nunca baja de 80 grados en la noche. Por eso digo que vivimos en el Caribe aquí ahora. Y Nelson Villagra tenía razón en su columna mencionada.



Estamos seguros que el próximo mes haremos los arreglos para comprar un condominio a las orillas de este mar caribe de Connecticut, noreste de los Estados Unidos.





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*Javier Campos es poeta, narrador chileno que vive en EE.UU., en el estado de Connecticut. Vive en una región rural del noreste y a unas cuantas millas del Atlántico. Esta columna puede leerse como columna-ciencia ficción.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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