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Alemania 2006: Bonito final


Repito: no me interesa el fútbol, pero este Mundial fue más que eso. Aparte del cabezazo patético de Zidane -a las puertas del horno se quema el pan francés- hubo aspectos dignos de ser contados. Algunos ya los mencioné en mi columna «El Mundial en mi aldea», del 2 de julio, como la sana multiculturalidad y el fenómeno de las banderas en territorio germano.



Para muchos, Alemania tiene fama de país rico, eficiente, poseedor de una alta tecnología y excesiva puntualidad. Mito y realidad. Desde mis 23 años viviendo acá puedo decir que Alemania es un país serio, poblado de razones, con temor a expresar excesivas emociones. Bastante tieso. Respetuosísimo de las leyes. Con horarios fijos de pausas al mediodía y a partir de las 22 horas. Con respeto profundo por la historia antigua. Con temor al cambio y a la espontaneidad. Al pisar los adoquines de las calles, todavía se escucha el galope de los caballos, las quemas de brujas en las llamas de la Inquisición, los caballeros y siervos medievales, sangre de batallas y guerras mundiales, la sombra del nazismo… Un país con más famas que cronopios.



La única fiesta anual colectiva es el carnaval, en la mitad del duro invierno. En mi opinión y de mis amigos, una fiesta grotesca en que muchos se autoridiculizan al ritmo de música para hipopótamos y exceso de cerveza. Para espantar la tiesura y el invierno, para escaparse de reglas y razones. Sin alcohol, esa espantosa música y disfraces de payasos, no funcionaría. Todos los años igual. Los únicos gozadores espontáneos son los niños, que recogen bolsas de dulces lanzados desde los carros alegóricos.



El resto del año está marcado por el trabajo intenso, con excepciones del Conejo en Semana Santa, la Navidad, los Reyes Magos. Todos los años igual.



Los miles y miles de extranjeros que llegaron a Alemania en los 60 -italianos, españoles, turcos, portugueses- impregnaron las comidas y muchas costumbres. Pero se siguieron casando entre ellos, y aún la tercera generación tiene problemas de aprendizaje en el colegio por la lengua y la falta de verdadera integración.



El único festejo colectivo espontáneo que recuerdo fue en noviembre del 89 cuando la caída del muro de Berlín, mientras en Chile caía Pinochet. La ola partió en Hungría y llegó a Berlín, cuando miles y miles de Berlín Oriental cruzaron -temerosos primero, como una avalancha después- a Berlín Occidental. Desde mi pantalla de Münster vi los cientos y cientos que cruzaban día y noche ante los atónitos soldados del Muro, que ni se atrevieron a disparar. Vi los cientos y miles de alemanes de Berlín occidental esperándolos, abrazándolos, dándoles una eufórica bienvenida como a sobrevivientes de una batalla perdida, ofreciéndoles champaña. Cuando la Alemania «reunificada» de más de 80 millones de almas entró a un ritmo cotidiano, el Muro creció invisiblemente más alto, junto al desinterés de la Alemania del Oeste por los destinos de los parientes pobres del Este.



Después se acabaron las fiestas colectivas espontáneas. Salvo las manifestaciones políticas contra el estacionamiento norteamericano de cohetes de mediano alcance el 83, o las mayores, contra la guerra del Irak.



Este Mundial presentó un fenómeno nuevo: la invasión de tantas naciones con sus lenguas, costumbres, colores, banderas -sumado al sentimiento de ser dueños de casa-rompió las barreras del autocontrol y el temor a expresar emociones. También rompió -al menos por esas cuatro semanas- con el mitode que la bandera alemana sólo pertenecía al discurso oficial del estado o a las marchas de los neonazis. Los millones de extranjeros que vivimos aquí tuvimos estas semanas un sentimiento de «pertenencia». Incluso vi familias árabes, rusas, turcas, poniendo banderas alemanas en sus casas o negocios. Un modo nuevo de integración, que veremos con el curso de los meses si va más allá del Mundial.



En esta algarabía tuvo mucho que ver Klinsmann. Quizás porque el joven entrenador había vivido en el extranjero y fue capaz de unir lo tradicional con lo moderno. Sin miedo a saltar, gritar, abrazar ni romper botellas de agua por rabia, Klinsmann trajo nuevos vientos a este razonable país. Por primera vez, la selección alemana jugó no sólo portenerquehacerlo y dinero, sino con ganas. Eso contagió los ánimos tanto de hinchas, políticos, jóvenes, viejos de todas las ideologías, razas y clases sociales. Hubo al fin un tenerpermisopara, un alegrarseporquesí, un pertenecera. Cuatro semanas -hablo en general- de euforia sin alcohol, sin desmanes, sin ataques racistas como los anunciados en los «no go areas», sin fuerte presencia policial.



Aún no lo puedo creer.



Esta normalidad en gozar cuatro semanas con visitas de todas partes del mundo, sin ataques terroristas, sin violencias represivas ni de los hinchas, con doce estadios en doce ciudades, con permiso para gozar la alegría sana de encontrarse, de compartir, de sentir la euforia colectiva, cuatro semanas de fiesta, de fútbol, de música, de mayoritaria presencia juvenil en este país de viejos… Hoy por hoy, tal como el mundo está, nada de ésto está sobreentendido. En absoluto.



Por eso gozo lo que fue, y espero que esta alegría en paz, este viento fresco que produjeron tantas naciones, no sea una excepción del fútbol, sino una lección aprendida en nuestra vida cotidiana, aquí y en la quebrada del ají. «La alegría ya viene». Y vino. ¿Pero se quedará?



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Isabel Lipthay escritora y cantante. Vive en Alemania.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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