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Matar al prójimo como a ti mismo


Estimado lector, tome nota: si los hombres (en sentido genérico) de este mundo movemos un mercado de 600 millones de dólares al año en armas ligeras, con las cuales matamos a 500.000 (Ä„quinientos mil!) prójimos anualmente, nuestros modernos Estados del mundo no lo hacen mal tampoco. Ellos mueven un modesto mercado mundial de armas pesadas y de destrucción masiva de 1.120 mil millones de dólares (el número de prójimos que estas armas están matando en el momento que usted lee estas líneas más vale ignorarlo). Y como los hombres nos vamos civilizando cada día más, este mercado ha aumentado en un 3% desde 2005, según el Instituto de Búsqueda de la Paz (nombre tan utópico como lo que busca).



Y todos estos gastos están concentrados en unos 15 países que concentran el 84% del floreciente mercado de armas. Ä„Flor de civilización ésta del Hombre!



Pero claro, usted dirá, cifras van cifras vienen, todo el mundo me sale con cifras y porcentajes: que si el porcentaje del mercado de la droga y el tráfico humano, órganos incluidos; que si el tráfico de la intimidad (que en España es vergonzosamente millonario); que si el tanto por ciento del producto bruto industrial, que si el crecimiento mundial de la economía, o del país; que si el Fondo Monetario; que los dólares per cápita (que supuestamente le corresponden a usted, ¿Ä„de adónde!?). En fin, es como para cabrearse.



Pero qué quiere que le haga, no hemos sido capaces de construir «el mundo de las maravillas». He dicho, «no hemos», quiero decir usted y yo junto a los millones de prójimos del presente – que debido a la explosión demográfica cada día están más próximos – y de los que nos han antecedido. Porque pese a haber adquirido nuestra posición erecta hace unos cuantos miles de años; pese a las cavernas; a las praderas; magos, sacerdotes, oráculos, religiones; utopías, organismos nacionales e internacionales; pese al desarrollo industrial, de las ciencias y tecnología, etc, etc, etc., ahí seguimos los Hombres, matándonos unos a otros.



Al respecto, el maestro Merardo dice en sus cuadernos: «Entre el mono y el Humano,/ durante la evolución,/ es el último eslabón,/ a pesar de los cristianos,/ el que debió ser hermano/ pero que nunca lo fue,/ dijo un científico inglés./ Ese eslabón es el Hombre,/ quien se da tanto renombre/ porque camina en dos pies».



Estoy de acuerdo con el maestro Merardo: pienso que en tanto Hombre (genérico, repito distinguidas damas, así es que también les toca) no somos más que el famoso eslabón perdido.



Y entoncesÂ…, entonces, estimado lector, se me produjo «la fuite», como diría Henry Laborit. Y desesperadamente agarré a mi familia y corrí al refugio. ¿O quizás a la caverna? Sentado allí, mirando las pinturas rupestres comencé a buscar la esperanza en una de las tantas utopías.



Este animal, este eslabón perdido – comencé mi monólogo – tiene una potencialidad hasta el momento única: es portador del Ser Humano. Y yo a través de mi profesión de actor, felizmente, he podido comprobar que es posible comunicarse con esa potencialidad que posee usted y yo. ¿Qué le parece?



En esta utopía del Ser Humano nos podemos salvar todos, me entusiasmé. Como toda utopía, ésta también es salvífica. Y mirando las estalactitas, continué: Para que dicha potencialidad florezca solamente basta que nos emocionemos leyendo o escuchando un buen poema. Basta que nos emocionemos ante un buen cuadro de pintura, o usted y yo podamos ser los creadores de algunas de esas maravillas; basta quizás que no perdamos la capacidad creativa en todos los ámbitos de la vida; basta, resumiendo, que sintamos la necesidad de solidarizar – no solamente de palabra, aunque tal como están los tiempos recomencemos por la palabra -, con quien necesite justicia y una vida digna.



No puedo negar, me dije, que me doy cuenta perfectamente cuando me comporto como el Hombre y cuando lo hago como Ser Humano. Pensé que usted y yo sabemos que pese a ello cada día le cedemos más terreno al eslabón perdido depredador, asesino del «próximo» (que puede ser usted o yo). Porque justamente el Hombre, fíjese usted – para poner un ejemplo sencillo -, no hace mucho devolvió a sus familiares el cadáver de un prisionero de Guantánamo «sin cerebro, corazón, hígado ni riñones. Estos órganos han sido sacados del cuerpo presuntamente para esconder la causa real de la muerte».



A semejante bestia insaciable y egoísta que tenemos dentro no le podemos hablar individualmente, no le podemos salir individualmente con «pijadas» de amor al prójimo, igualdad de posibilidades, derechos humanos y vainas de esa especie.



Y mi huída continuó afiebrada: para poder exigir lo anterior y hacerlo válido, el Hombre solamente cede ante los seres humanos que se organizan colectivamente – en micro, en taxi o en macro, que esto último es como decir locomoción colectiva – para imponer su derecho a la felicidad, para imponer su derecho a realizar su humanidad. Hay miles, en realidad millones de ejemplos en este mismo momento en el mundo entero que se humanizan a propósito de diversas necesidades: por una educación de mayor calidad y democrática; se humanizan en contra de la violencia; contra la intervención armada de sus países; contra el apocalipsis ambiental; contra la injusticia social, contra el atropello a los derechos humanos.



Abracé cálidamente a mi mujer y a mis nietos que me habían acompañado al refugio y así apretados contra mi pecho apagué la televisión, apagué el ordenador, tiré lejos los diarios y me dije: de todo corazón estimado lector le deseo que el Hombre no lo pille a usted solo, porque ese depredador lo va a hacer pedazos, moral y físicamente. Eso de «más vale solo que mal acompañado» es una táctica sibilina del hipócrita eslabón perdido, ojo, no caigamos en su trampa. Mirémonos para adentro usted y yo, calladitos cuando peguemos la cabeza en la almohada, y tal vez nos daremos cuenta cuánto daño es capaz de hacer el Hombre que somos si no le oponemos nuestra humanidad.



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*Nelson Villagra es actor. Reside en Montreal, P.Q.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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