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La demanda indígena: miedos, torpezas y oportunidades (II)


En materias indígenas, si usted es un lector atento de los medios de prensa chilenos, hay muchos miedos, algunas torpezas y muchas oportunidades.



Solemos leer sobre los miedos en la prensa que habitualmente propugna el miedo a lo diferente. Lo leemos en los modos en que se abordan los asuntos indígenas como temas de importancia en la seguridad pública de la novena y octava regiones. Vemos algunas torpezas como haber aplicado, de modo totalmente desproporcionado, una ley para delitos terroristas a personas del Pueblo Mapuche que están lejos de serlo.



Puede usted leer también, las denuncias de los hechos que estos miedos y estas torpezas nos han hecho cometer como sociedad. He leído (y escrito un par) varias columnas sobre eso: denunciando.



Pero también hay muchas oportunidades que están ahí, esperando por ser tomadas.



Primero una digresión, es necesario despojarnos del mito que reza que la aprobación de normas jurídicas de punta en materia humanitaria indígena, es la solución a nuestros problemas o el punto de partida de un promisorio proceso de conquista de derechos aún precarios. No es así, y en eso es unánime la experiencia y la teoría elaborada en torno a ella: lo que sucede en estos casos, es que si se tienen instrumentos jurídicos frente a situaciones sociales en que esos instrumentos simplemente no se cumplen, esos instrumentos dejan de tener influencia sobre la realidad y lo único que cambia es que si antes era difícil cambiar la situación de irrespeto de los derechos, ahora será más difícil. Los derechos no ganan, en estos casos en «carne y hueso», sino que se convierten en derechos de «papel».



La institución del recurso de protección y la del amparo o habeas corpus, no fue obstáculo para que en dictadura se cometieran horrores en contra de la propiedad, de la libertad de expresión, del derecho de reunión, de la vida, de la seguridad personal y libertad individual, con actas constitucionales vigentes y con sendos recursos previstos para hacer efectivos esos derechos. Los abusos empezaron a terminar de verdad, cuando el dictador empezó a perder el poder. No debemos olvidar entonces que los derechos son un asunto, después de todo, de poder y de lucha. Ya lo decía Von Ihering hace siglos y creo que nadie ha dicho, después de él, nada razonable que lo contradiga.



De modo que, con reforma constitucional que reconozca a los pueblos indígenas y termine con esa ficción de la unidad nacional e identitaria chilena y con ratificación del convenio 169, incluso con la reforma a la ley que despenaliza como terroristas los delitos contra la propiedad, me temo que las cosas seguirán más o menos igual. Si no me cree, mire usted lo que sucede en el resto de la región con los pueblos indígenas y con los niveles de autonomía y desarrollo que exhiben los mapuche en Argentina, por ejemplo, o los hablantes del cakchiquel en Guatemala, por poner otro.



Ahora, si la conquista de derechos es un asunto de poder, ¿cuál es el poder que realmente tienen actualmente los Pueblos Indígenas de Chile? ¿Cuáles son los niveles efectivos de participación con que cuentan? ¿Cuáles son sus aliados? ¿Cuál su estrategia? ¿Existe realmente un actor social y político relevante llamado Pueblos Originarios? En suma, ¿Cuánto poder tienen?



Puede que a alguno de ustedes, las respuestas se les vengan de inmediato a la mente, pero me temo que las respuestas no tienen sus contornos muy bien definidos.



Yo me puedo arriesgar a asegurar que no hay más de medio centenar de líderes indígenas en Chile que, desde Arica hasta Punta Arenas, pasando por Rapa Nui, son los depositarios de lo único que pueden tener los que no tienen el poder de decidir los destinos de la Nación, ni de presentar proyectos de ley, ni contar con aliados poderosos: la capacidad de convocar a su gente (que sospecho que es mucho más que el 4,6% que señala el último censo). El problema que se nos presenta es que ellos nunca se han puesto de acuerdo sobre los puntos centrales en los asuntos públicos. De hecho, estoy casi seguro de que nunca han estado todos juntos en una misma sala.



La oportunidad que esto presenta es que la definición del problema público de los Pueblos Originarios (que es el primer paso para elaborar una política de buena calidad y legítima) podría hacerse patente si se consiguiera juntar a estos líderes a debatir y plantear sus puntos de vista. Porque usted tendrá claro que ni yo, ni ninguno de los esclarecidos columnistas de este inclusivo medio electrónico, tenemos derecho a definir el problema público de unos pueblos, por nosotros y ante nosotros.



Hay algo más. El sistema creado en la Ley Indígena (que no hay que olvidar que se diseñó en el proceso más altamente participativo e inclusivo que han visto las políticas indígenas desde 1989 hasta la fecha) permite, como no sucede en ninguna otra agencia pública en Chile, modos operativos y efectivos de participación indígena a través de medios sustentados en la base social. Muy pocas de esas instancias están funcionando y probablemente muchos de los principios y normas contenidos en el Convenio 169 de la OIT (que tanto nos hemos desgastado en convencer a la derecha para que apruebe), podrían hacerse realidad por medio de esta participación pendiente.



Operar de esta manera, podría ayudarnos a responder la pregunta sobre qué es una buena Política Indígena. Porque la definición de éstos asuntos, en democracia, corresponde a los propios Pueblos.



En la recuperación de la democracia, en la derrota del autoritarismo, participaron activamente los Pueblos Originarios de Chile. No es aceptable que, después de 16 años, aún no tengan voz suficiente para definir sus destinos.



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Alexandro Álvarez. Abogado.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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