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Santiago: Frontera poniente


El 24 de junio de este año, tres jóvenes se encontraron la madrugada del Wetripantu -año nuevo mapuche- en un paradero de la comuna de Independencia. Uno recriminó a los otros dos adolescentes sharp y éstos acusaron a su retador de ser un «nazi». La historia es simple, se trenzaron en una pelea, uno de ellos murió, mientras los otros dos quedaron lesionados y hoy privados de libertad.



No importa mucho en esta tribuna calificar jurídicamente lo que en esa calle de Santiago Poniente ocurrió, pero si podemos señalar que estos tres jóvenes tenían bastante en común: su origen de clase, una existencia sin oportunidades, comulgar con ideas que se basan en el desprecio del otro y que al día siguiente, sus vidas -de no haber sido capturadas por ese momento- seguirían la dolorosa rutina de los que no tienen expectativas.



En casi todas las calles del Santiago Poniente, Sur o Norte, da igual ser sharp, nazi, hardcore, punkie, rapero o flayte; todos tienen un destino marcado por la pobreza, el abandono escolar y la precariedad laboral. En eso, todas las tribus urbanas tienen más en común de lo que ellos están dispuestos a aceptar y de lo que claramente los medios de comunicación están disponibles a entender.



Los hechos de violencia que ocurrieron ese 24 de junio pueden tener diversas explicaciones. Por de pronto, alimentaron la nota roja y patológicamente morbosa con la que algunos medios de comunicación se empeñan en exhibir la «realidad», esa de violencia sin más, sacada de contexto; con imágenes de un funeral con swásticas y cantos patriotas emulando a las juventudes hitlerianas, que le dio una impronta casi cómica, si no fuera porque el escenario era un funeral y a quien vitoreaban era un sujeto que había muerto en una calle de Santiago.



La tolerancia no sólo es un discurso progresista, exige una voluntad honesta de dialogar, escuchar y ser escuchado. Es una apuesta real de no-exclusión. El respeto por el otro, en tanto otro y diverso, es la condición necesaria para que los distintos, sin renunciar a su diferencia, se encuentren.



La violencia que se ejerce respecto de los distintos, roza en su extremo con actos de limpieza étnica y éstos tienen como necesario supuesto, la intolerancia. Y aquella violencia de ese 24 de junio, y en eso espero que estemos al menos algo de acuerdo, tiene su origen y fundamento moral en la intolerancia.



La muerte de homosexuales, disidentes de izquierda o de indígenas, constituyó una práctica de Estado en Latinoamérica en los setenta y ochenta. Para ese momento, la intolerancia al otro había sido la tesis aceptada por los grupos de elite que controlaban los medios, la iglesia, la propiedad y sólo bastaba asaltar al Estado para legitimar, desde éste, la cultura de lo universal.



Esta reflexión, que es la idea basal de la construcción de la noción contemporánea de derechos humanos, no es en lo absoluto original y a pesar de ello, aún tenemos que presenciar, casi con impotencia, como centenares de niños han sido asesinados en el Líbano; como -no hace mucho- un adolescente mapuche, Alex Lemun, fue exterminado por Fuerzas Especiales del Estado chileno o que la Policía de Río de Janeiro haya dado muerte a palos a una cincuentena de niños de la calle.



Cuando los datos de la Unicef o los expuestos por el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los derechos humanos no nos dicen nada; cuando aceptamos sin mayores reservas las restricciones a las libertades públicas propiciadas por la administración Bush -que se expanden en Occidente como una herramienta eficaz para el combate al terrorismo o se les tolera como una externalidad negativa del mundo global-; cuando estamos trotando, comiendo o tratando de dormir y la tele nos muestra los métodos de tortura usados en las cárceles secretas que la CIA mantiene en Europa y sólo atinamos a abrir el refrigerador para sacar una Cola Light, en ese momento hemos cedido gran parte de nuestro sujeto ciudadano a muy bajo precio.



Cuando, a esa altura del día, nuestro sujeto ciudadano está adormilado ante los estímulos que nos muestran violencia ruda y pura, ya hemos asumido inconscientemente que la causa de la delincuencia es la delincuencia misma y que ésta, sólo se combate con restricciones de derechos y libertades. Para ese momento, el discurso facilista ha ganado, ya no importan la pruebas, nos da igual los métodos de investigación, queremos más presos en las cárceles y que los que están en ella se pudran y susurramos -porque aún tenemos algo de pudor cristiano impreso- que es lo deseable un allanamiento a una población pobre, en horas de la madrugada, para encontrar unos pocos gramos de cocaína.



Estamos tan agotados con nuestra propia existencia, que nadie se preguntará cómo en una sector de Santiago, abatido por el ‘flagelo de la droga’, con un operativo de cientos de efectivos armados, donde se gastan más de un millón de dólares en ‘intervención’, sólo se encuentren unos gramos de cocaína.



Si observamos con cuidado, parece que los distintos y en eso están los marginales -los flaytes como dicen por ahí- no son sujetos de respeto. Cuando los presos viven como animales despreciados por la sociedad y hacemos callar por impertinente al Defensor Nacional; cuando le mandamos a decir a los jueces de garantía que no vean «nada» en sus visitas a las cárceles y que no lean el informe de la fiscal Maldonado de la Corte Suprema, los estamos tratando como eso, sujetos privados de libertad. Y el Estado, como en un circo romano vox populi vox dei, le entrega más presos a una sociedad hambrienta de resultados, porque claramente no podrá entregar mejores hospitales, colegios que no se lluevan, mejores deportistas, más recursos para la investigación, las artes o puentes.



Cuando hayamos leído con algo de hastío las editoriales de El Mercurio, mejor dicho de Fundación Paz Ciudadana, en ese momento, quizá, con algo de suerte, podremos entender qué pasó una noche de Wetripantu en que un joven neonazi murió y dos adolescentes sharp terminaron presos.



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Luis Correa Bluas. Abogado.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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