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Ciclo y contraciclo en las relaciones entre Argentina y Chile


Hay mucho más allá del gas en las relaciones entre Argentina y Chile. Aunque no puede negarse la pérdida de confianza provocada por los problemas en el abastecimiento y precio de este combustible, los vínculos son tan amplios y de una densidad tan enorme, que tales dificultades ya no pueden afectar la inercia positiva del conjunto de la dinámica bilateral. Además, la historia destaca situaciones parecidas que demuestran la existencia de ciclos en la convivencia entre ambas naciones, con la salvedad de que nunca se vuelve al mismo lugar, partiendo de niveles superiores que expresan una lógica en espiral, así como la ausencia de políticas contracíclicas capaces de acortar o revertir los períodos de menor intensidad o mayor alejamiento.



Hemos sido testigos y protagonistas de una época inédita entre dos países vecinos que se caracterizan por tener la segunda frontera más larga del mundo, la segunda cordillera más alta del planeta como límite natural y la condición casi milagrosa de no haber sufrido nunca los efectos de una guerra, pues sus conflictos han sido definidos siempre por la negociación y no por la fuerza. Tales condiciones se unieron al marco propicio establecido por el Tratado de Paz y Amistad de 1984, y a coincidencias profundas en los ámbitos político y económico para permitir a los gobiernos de Carlos Menem y Patricio Aylwin, inaugurar en 1991 un intenso proceso de integración en todas las áreas.



Nuevamente se había iniciado la parte más auspiciosa de la trayectoria cíclica de nuestros lazos, después de la peligrosa disputa por el Canal de Beagle y del frío obvio entre la administración democrática del Presidente Raúl Alfonsín y la dictadura del General Pinochet. Sin temas pendientes que pudieran alterar el ritmo del acercamiento, se abrieron posibilidades insospechadas en los flujos de intercambio y se levantaron las barreras que impedían mejores comunicaciones y un tránsito más expedito.



Por su parte, un cierto pragmatismo en política exterior nos facilitó actuar de manera coincidente en América Latina y en el resto del mundo; las Fuerzas Armadas eliminaron antiguas rivalidades y suspicacias en un esfuerzo de trabajo cooperativo que se mantiene hasta hoy y se proyecta sin pausas hacia el futuro; y la posibilidad de desarrollar negocios en un mercado contiguo y varias veces más grande que el chileno, decidió a nuestros empresarios a invertir fuertemente en Argentina.



Durante la década pasada se avanzó en forma consistente y diversificada, con extensos espacios de acuerdo y múltiples mecanismos de concertación que, incluso, cuando encontramos obstáculos para que el Congreso trasandino aprobara la línea poligonal que demarcaría la zona de Campos de Hielo Sur, las autoridades involucradas demostraron su voluntad de superarlos, alcanzando un nuevo arreglo, esta vez satisfactorio para el total de las partes involucradas.



Y así llegó el momento en que pareció que ya todas las ideas, los proyectos y las propuestas estaban sobre la mesa, y ya no se podía seguir progresando. La creatividad comenzaba a disminuir, el ciclo había logrado su cenit y se iniciaba una lenta pero segura declinación.



Sin embargo, con renovadas energías e inspiraciones ideológicas parecidas, los nuevos gobiernos de Ricardo Lagos y Fernando De la Rúa decidieron asumir el desafío, constituyendo una Alianza Estratégica que elevaría sustancialmente el carácter de la relación. Este esquema contemplaba una política anticíclica integral, aunque no todos los actores involucrados lo entendieran así, pues incluía pasar a una etapa distinta que privilegiara una concertación política más estrecha, y desarrollar con vigor y coherencia sistémica la agenda binacional.

Lamentablemente, nada de esto pudo realizarse debido a la aguda crisis desatada en Argentina. La renuncia del Vicepresidente Carlos Álvarez, el corralito, las protestas y los muertos, el inquilino de la Casa Rosada huyendo en helicóptero, la rotativa de cinco Presidentes, el fin de la convertibilidad y la devaluación fueron algunos hechos demasiado traumáticos como para innovar con probabilidades de éxito en los lazos con el vecino. No obstante, el movimiento mantuvo su compás acumulativo y las tendencias integracionistas más de fondo no fueron alteradas.



Cuando pasó la tormenta y se desató la reactivación económica emergió el problema del gas. En los días del entusiasmo firmamos un Protocolo de Integración Energética que nos aseguraba la provisión de un combustible supuestamente abundante, barato y limpio, que permitiría cambiar la matriz energética nacional, despejar de polución al ahogado Santiago y generar abundantes ganancias para el sector privado. Pero, ante la fuerte demanda prevalecieron los intereses nacionales y la llave comenzó a cerrarse, sin que el buen ánimo cooperativo pudiera evitar lo inevitable.



Y de esta manera pasamos de la euforia a la depresión. Hoy prevalecen las voces críticas, la derecha toca la campana del escándalo siempre beneficioso en las encuestas, surgen las peticiones de salvaguardias a la leche y hasta aparecen polémicas por la cartografía de la parte no delimitada de Campos de Hielo Sur. Mientras, parafraseando el dicho argentino: lo que se echa a perder de día se repara de noche.



La economía trasandina crece al 7%, las empresas chilenas vuelven a aumentar significativamente sus haberes, se incrementa el turismo y las inversiones llegan a más de 15.000 millones de dólares, distribuidas en 16 de las 23 provincias (más el Gobierno Autónomo de la Ciudad de Buenos Aires), concentrándose en la industria, los servicios y la energía.



Todo esto nos hace pensar en la urgencia de consolidar una política de Estado, que contenga medidas factibles de transformar el rumbo cuando el tono de la relación decae. Asimismo, la integración con nuestro vecino debe incluir la producción de un pensamiento teórico y una pauta de análisis particular, que la explique y ayude a encauzar los procesos en marcha, identificando dificultades y proponiendo soluciones.



Es indispensable reconocer que somos diferentes, por lo que la unidad debe darse en la diversidad. En Chile prevalecen el Estado y un sello de juridicidad que impone siempre lo necesario, sin obviar que muchas veces sirve más para ocultar lo que nos da pudor ventilar en público, o para dejar sin resolver ahora lo que se podrá quizás superar mañana. Argentina, en cambio, es el reino de lo posible, donde todo se muestra, se disfruta y se improvisa, la sociedad es más fuerte que las instituciones y las palabras se las lleva el viento.



Es necesario aprender a distinguir la coyuntura de lo permanente y no entusiasmarse demasiado con la afinidad de las Administraciones de turno, tal como en su momento sucedió con Perón y el General Ibáñez, con Salvador Allende y Héctor Cámpora o con el menemismo, que favoreció tanto los lazos con Chile y que terminó en el más absoluto descrédito.



Ahora es el momento de dejar que se exprese la pluralidad de intereses en juego, de consolidar lo alcanzado y de proyectarse al futuro desde la vida cotidiana que construyen nuestros pueblos. Pregúntenle alguna vez a las Regiones, Municipios y Provincias qué les conviene, cómo hacen integración todos los días. Sumemos voluntades porque las respuestas están en la parte sumergida del iceberg, no en las inclemencias de la superficie.





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Cristián Fuentes V., cientista político.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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