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Mes de carnaval


No quería escribir sobre el 11 ni sobre septiembre, porque de repente me parece que no queda nada nuevo que decir, pero aquí estoy, tecleando al amanecer para bregar con la fecha que se vino encima. Septiembre siempre trae cosas raras, pero este año llegó con un cargamento especial de perlas que se vienen gestando desde hace meses.



El primer once de Michelle Bachelet en la presidencia viene con el aire enrarecido que quedó desde las protestas de los secundarios. Los chilotes, que también protestaron, se quedaron sin comisión ciudadana pero con un lindo puente fantasma que hace juego con el Caleuche. Lo extraño no queda allí. Renovación Nacional invita al Partido Comunista a hablar del sistema electoral, y los comunistas aceptan. La UDI, que antes consideró que los asesinatos y desapariciones eran males necesarios, ahora sale a la defensa de la vida y de la familia, y proclama el legítimo derecho de toda adolescente de quedar embarazada. Los obispos se agarran de su báculo y, golpeándolo contra la mesa, declaran que la política de salud reproductiva del gobierno es digna de regímenes autoritarios, nada menos.

Los grandes empresarios entraron a septiembre ofendidos porque alguien los trató de explotadores, habráse visto. La economía no ha crecido tanto como se esperaba, y Ricardo Claro, quién lo diría ay sí, explica con cara de pesadumbre que los inversionistas han empezado a perder la confianza. Los trabajadores de Escondida se salen con la suya. Y eso no es todo.



Sale a la luz el secreto a voces de la misteriosa muerte de Eduardo Frei Montalva. Nicanor Parra lincha a los presidentes de la república en el Centro Cultural de la Moneda. El Matador Salas mete un gol. Es una época rara, sin duda, en la que participan hasta los padres de la patria. O’Higgins este año anda disfrazado de pato amarillo y nos ha regalado una de las mejores subversiones de la narrativa histórica chilena con su creditazo dieciochero.



Es que, más que un mes, septiembre es un tiempo de rituales. Hasta me atrevería a decir que este mes es lo más cercano que tenemos a un carnaval. Un carnaval a la chilena, modosito, en el que las máscaras apenas se notan y donde los disfraces predilectos son los uniformes militares. De gala o de combate o hechizos, da lo mismo. Los que no se disfrazan de milicos se disfrazan de civiles, de guerrilleros urbanos, de curas o pastores con look de tedéum.



Este año, para conmemorar los 20 años del atentado a Pinochet, se presentó en el Paseo Ahumada una comparsa de frentistas disfrazados de frentistas que iba flanqueada de pacos vestidos de carabineros. El rol de los representantes del orden era doble: dar protección y restringir a los representantes del desorden, quienes se portaron muy bien, demostrando que cuando hay voluntad de coreografía todo es posible. «Un amigo en su protesta» era la consigna. Ese espectáculo ritual arrejuntó en complicidad íntima, tal como prescribe Bakhtin (ese señor ruso que algo escribió por ahí sobre el carnaval), a dos grupos separados en la vida real por barreras impenetrables. Bakhtin tenía en mente sin duda las barreras papales.



Sin querer ser menos, los otros antiguos combatientes del día del atentado al Rey Feo (R) se disfrazaron de civiles, fueron a misa y hasta hicieron un acto público en que gritaron viva el muerto que nunca se muere y mostraron posters reciclados sobre el siniestro Plan Z, según el cual su empleada doméstica, caballero, señora, se iba a vestir de guerrillera, iba a sacar una media metralleta cubana de debajo del colchón y se iba a cobrar a tunazo limpio sus imposiciones atrasadas.



Para probar que en septiembre Chile entra en el Planeta Bizarro, menciono el desfile de las bandas de guerra del ejército por las anchas alamedas de un mall. Los civiles, bolsita en mano, en atuendo de consumidores les siguen el paso al compás de la marcha de Radetzky, y se encaraman en las escaleras automáticas detrás de las tropas musicales. Mientras los milicos se toman el corazón del Chile de hoy con sus marchas alemanas, los anarcos le tiran bombas a La Moneda y queman sus ventanales, haciendo las veces de aviones Hawker Hunter.



Lo carnavalesco, en manos chilenas, produce también momentos de anti-carnaval. Esto no debe sorprender a nadie, si Chile es país de poetas y de anti-poetas. Neruda y Parra unidos jamás serán vencidos. En lugar de representar la inversión del orden social típica del carnaval, los disturbios acostumbrados del once de septiembre, especialmente en función nocturna, enfatizan lo inamovible que es el orden establecido.



El show culminará a escala mayor para las Fiestas Patrias, con el tema «Chile, estado laico y civil». Los confráteres de púrpura congregados en el Te Deum le van a dar una camotera valórica a la presidenta y ella se pondrá su máscara de palo agnóstica. Al día siguiente, en el sambódromo nacional del Parque O’Higgins, tendrá lugar la presentación de los carros blindados alegóricos de las fuerzas armadas. Pasarán los integrantes de la mejor Escola do Samba del Ejército, corvo al cinto, entonando virilmente «Los viejos estandartes» mientras miran, muy maquillados, hacia el balcón presidencial. Luego rugirán los F-16, escribiendo en el cielo poéticamente MI DIOS ES EL COBRE con estelas tricolores, concluyendo con un vuelo rasante que hará temblar los ventanales quebrados de los colegios públicos, por donde se filtran las suaves brisas de septiembre, el mes en que la larga culebra parda que es Chile cambia de piel y queda igual, pero más brillosita y más resbalosa que nunca.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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