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Bush frente a sí mismo


En su portada del 12 de septiembre, el periódico Le Monde denunciaba «los errores de Bush», argumentando que si es cierto que desde el año 2001 los EE.UU. no han sufrido otro ataque en su propio territorio, también es cierto que la situación mundial ha empeorado y se ha vuelto más caótica.



De hecho, esta situación no ha rebajado la arrogancia de Bush que sigue presentándose como una especie de salvador emblemático de la humanidad. En entrevistas realizadas estos últimos días, mientras tuvo que reconocer que Saddam Hussein no era responsable de los atentados del 11 de septiembre 2001 y que se habían cometido «errores» en Irak, también se atrevió a calificar la guerra contra el terrorismo de «combate por la civilización», y a justificarla por su voluntad de expandir la democracia en el Medio Oriente.



En un principio, los EE.UU. recibieron un apoyo casi unánime a su intervención en Afganistán, pero cuando se metieron en Irak, justificaron la operación con dos elementos que, ulteriormente, se revelaron falsos: la conexión entre Bagdad y Al-Qaida, y la presencia de armas de destrucción masiva en territorio iraquí. El mismo vicepresidente Dick Cheney reconoció en una entrevista para el canal de televisión NBC que «nunca se había podido confirmar la existencia de una relación entre Irak y el 11 de septiembre», añadiendo que esto no significaba que no había relaciones entre Irak y Al-Qaida.



Igualmente grave, los EE.UU. violaron en el proceso valores ligadas con el derecho internacional, autorizaron actos de tortura y redujeron las libertades civiles en su propio territorio. En otras palabras, no es solamente la popularidad de Bush que estuvo bajando de manera significativa, sino también la credibilidad de un país que todavía era considerado, con o sin razón, como un símbolo de democracia. En los últimos cinco años, lo que Bush sigue definiendo como el «combate ideológico decisivo del siglo XXI», ha resultado en un conflicto generalizado entre las civilizaciones del mundo, o sea, la misma meta que se había fijado Al-Qaida.

El próximo presidente estadounidense, sea demócrata o republicano, tendrá que enfrentarse con esta nueva división del mundo en dos, Occidente y el mundo musulmán, y por lo tanto no le quedará otra opción sino redefinir la política internacional de su país en función de parámetros distintos a sus antecesores. Tendrá que tomar en consideración, además, la presencia activa de los países llamados «emergentes», que todavía se están ubicando en el mapa, y se preparan a desempeñar un papel decisivo en la economía mundial, como en los casos de China y la India, decididos a crear una zona asiática de libre comercio.
Según los expertos, la guerra en Irak será un elemento decisivo en las elecciones del 7 de noviembre, e incluso podría costarle caro al Partido Republicano. En este contexto, el tema de la «seguridad nacional» se ha convertido en un argumento electoral, pero no será de gran ayuda frente al estancamiento de las tropas americanas en Irak, ni a las declaraciones de Condoleezza Rice cuando reconoce que EE.UU. todavía ignoran donde se encuentra Bin Laden, aunque -añade la secretaria de Estado- le queden cada día de menos lugares donde esconderse.



Ahora, menos de la mitad de los norteamericanos piensan que la presencia de EEUU en Irak es parte de la «guerra global contra el terrorismo», mientras que dos tercios de ellos lo pensaban en 2003. Cinco años después de los atentados, EE.UU. ya no experimenta la solidaridad patriótica que se manifestó en el 2001, y los resultados de las elecciones de noviembre dependerán en gran parte de la minoría que ya no está convencida de la capacidad del campo republicano para defender el país contra el terrorismo.



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Sylvie Moulin. Académica, cronista y coreógrafa.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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