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Punto de fuga, el rubor de la frambuesa


Los vecinos de al lado nos han regalado frambuesas de verdad, sin cruces extraños de sabores, pequeñitas, irregulares, dulces, ruborosas, perfuman el pensamiento. Placer de dioses olvidado.
M. y Mme de Valois, así se llaman, suman entre los dos 164 años. Comparten vida, tierra, casa y hogar desde 1940. Aquí mismo, saliendo de nuestra puerta a la izquierda del jardín.
Tuvieron infinidad de hijos, muchos nietos, biznietos. Como en los cuentos. Y otra vez están solos, los novios.

Ella llama a su caballero Val, y él la sigue mirando a los ojos con ganas. Parece a simple vista que son viejos amigos que se gustan. No me extrañaría que a la luz de las velas se dieran apasionados besos y se juraran todavía con amor, amor eterno.



Él es un hombre fuerte, de semblante normando, antiguo, de espalda ancha, no muy alto. Silencioso.



Ella, menuda, coqueta, de manos finas y huesos góticos. Siempre se cubre con turbante o sombrero.



Entre los dos han creado la huerta más bonita imaginable en medio de su jardín. A capricho, donde todo es lo que parece ser. Hasta los tomates, qué alivio, salen opacos de las plantas. En estos tiempos donde se vende la respiración, Monsieur de Valois no vende nada, todo lo da. Lo regala. Dice que para eso siembra.
Madame de Valois hace mermelada de ruibarbo con moras o de calabaza con fresas. Según su inspiración.

Nos vemos a principios de estación. Ella no sale casi nunca y yo me enclaustro casi siempre. Pero en Octubre, después del veranillo de los indios, recogiendo hojas antes del anochecer nos solemos saludar como corresponde al modo y manera quebecuá, mezcla corsaria de desconfianza mohawk y seda con terciopelo de Versalles.



-Aimez-vous les framboises, madame B?



-Enormement, madame de Valois.

De sonrisa en reverencia, nos enfrascamos en racontos de recetas y elixires otoñales casi susurrados, por si acaso el viento se llevara con las hojas, caramelizados secretos. Luego, después de un largo rato, entrando el frescor de la tarde, nos despedimos con la misma ceremonia, rastrillo en mano, sin haber recogido una sola hoja.



Ese sería el ritual de otoño que éste año ha empezado antes con el regalo inesperado de las frambuesas. Y cualquier día, pronto, les dejaremos al pie del árbol que acaban de plantar, una botella del mejor néctar del Maipo.



Pensándolo bien, Madame de Valois y servidora, no tenemos mucho en común, salvo las obviedades típicas, el enamoramiento, la cercanía de casa a casa y las ganas de adivinar lo que se esconde detrás de la sonrisa y nuestros buenos modales.



Ella es una mujer muy Madame. Quiero decir, que no hay nada en su aspecto externo que indique alguna preferencia fuera de la normalidad, entre comillas, cuando se llega a una edad señorial. Se maquilla poco, apenas un rouge. Viste sobriamente. Nada desentona con lo esperado. Probablemente ha cumplido a rajatabla el cánon social que todavía impone cómo y cuándo una mujer debe ir mutando poco a poco en señora.



Pero eso es lo que se ve, o lo que se enseña, porque el otro aspecto, el íntimo, el que importa, casi siempre se lleva oculto. Incluso desde la cuna.

Mirando a mi vecina pienso en su transformación. Es más cómodo ver al toro desde la barrera. Mas fácil el su que el mi. En ella empezó por el pelo. Adios cabellera interminable, me dice que le dijo un día a su hermosa trenza. Yo, que encuentro escalofriante esa amputación, quisiera viajar a la otra orilla peinándome larguísimas canas. Todavía no tengo muchas, pero las cuido. Una vez, impaciente, me teñí el pelo con mechas blancas. Las de mi vecina son auténticas.

Y así, Madame de Valois me cuenta que lenta pero segura, se fue bajando poco a poco de los tacones, se enfundó en pulcros trajes de chaqueta, dejó de mirar a los que la miraban y empezó a mirar solo hacia dentro. Hasta que dejó de verse en los ojos de los demás. Pero no le importa porque Val, el amor de sus amores, sigue sembrando en su jardín y cosechando los frutos.



La vida larga de Mme. de Valois, habrá discurrido dentro de un orden cuasi perfecto, creo, sin mayores sobresaltos, protegida por la rutina familiar y social, satisfecha, dentro de la costumbre no alterada de seguir estando donde se ha nacido, sin habiendo osado poner en duda hábitos, creencias, tradiciones, ni tierra de por medio. No habrá necesitado defender casa y hacienda. Ni se habrá sentido ajena a su paisaje ancestral. No sabrá lo que es arrancarse de raíz de las propias raíces. O que te arranquen. Ni sospechará de la atracción del vértigo, ni de la temeridad de atreverse a tocar fondo sin saber donde exactamente se sitúa el punto de apoyo en el abismo y desde su insondable oscuridad tomar impulso y subir. Y volver a respirar. Y encontrar en la vulnerabilidad irremediable, el sentido de algún porqué misterioso.



Quien sabe si por todo lo no vivido, no sabido, no dudado, no reído o no llorado, Mme. de Valois es una mujer feliz. O será solamente la sombra de una bella apariencia. Porque mientras la miro en medio de rubarbos, grosellas, calabacines y sus frutos de la pasión, lo único que tengo claro es la incógnita que la envuelve. ¿Que nos envuelve?



Solo quiero asomarme furtivamente, el tiempo de la semifusa, en su huerta escondida, con el riesgo que eso implica.



Ni siquiera se si ansió una bucólica existencia, o por el contrario atesoró y celebró todas las viejas heridas debajo de la armadura. Las cicatrizadas o las sangrantes que nos recuerdan por unas razones u otras, que existimos en perdurable intento.
No podrá suponer Madame de Valois que las 1.236 palabras escritas hasta el punto final, me las regala ella con sus frambuesas, sus brócolis, con su gesto amistoso pero distante, al mas puro estilo Nouvelle France.



Ni yo podría haber barruntado que a horas muy desacostumbradas de la tarde casi noche, en lugar de entrar en mi casa y ella en la suya, he ido derecha al garaje , me he sentado al volante y he conducido durante bastante tiempo, supongo, sin rumbo, con la obsesión repentina de escuchar música en la oscuridad tardía sin escandalizar al vecindario. Pero no he salido a sumergirme en cualquier música. No.



Se trata de una que entra por los poros y los sentidos, se apropia del alma, y pone en compás de espera la respiración. Mi respiración. Una música que es más conjuro que poesía, más misterio que estrofa, más victoria que lamento, más cábala que oración. Palabras que encuentran su rima en el sentimiento subyacente sin resolver. O resuelto a jirones en este otro norte repartido. El de Mme de Valois, el mío. Y el de las 100 razas diferentes que habitamos sin permiso territorio mohawk, hurón, quebecuá.



Y todas estas divagaciones por un saludo con sabor a frambuesa, que me ha devuelto sin pretenderlo, al aroma de las endrinas. Del muérdago. De la niebla.

Poco se imaginará Madame de Valois en qué cielos revoloteo casi al despuntar el alba con la fuerza expansiva del sabor a frambuesa. Seguro que mientras tanto ella, a sus ochenta y pocos, ronronea provocante en brazos de su normando. Contagiosa por cierto.



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Begoña Zabala es actriz y reside en Montreal, P. Québec





  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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