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Plaza rigurosamente vigilada


Mañana soleada en la plaza de la Ciudadanía. Protegida de vallas, su acceso es restringido. Ingreso por uno de ellos, vigilado por una pareja: carabinera y carabinero. Me siento en el área verde. Me sumerjo en la lectura de una crónica sobre los orígenes del Santiago Alegre de Aurelio Díaz Meza («Patria vieja y Patria nueva», T.XV). A los cinco minutos escucho:



– Señor, tiene que retirarse, dice con voz firme.



– Levanto la vista, sentado, pregunto por qué.



– Por motivos de seguridad, responde.



– Palabra que me hace incorporarme de inmediato, sin dejar de interpelarlo ¿pero no se puede leer aquí?



– Hoy no es un día normal, me responde, asomando ya un tono de impaciencia.



– Por qué, inquiero, curioso.



– Porque hay una manifestación (se refiere a una marcha de los trabajadores de la salud).



– Pero ésta es la plaza de la Ciudadanía, ensayo un argumento de derecho a estar ahí.

– Mire, tiene que retirarse, porque esto es parte del entorno de seguridad de La Moneda



Me dirijo al acceso. La carabinera, observadora, con un aire de lúdica complicidad dice: «sentía envidia de verlo ahí sentado leyendo al sol, pero por seguridad tenemos que cerrar la plaza». Me retiré, pensando en las últimas palabras del carabinero: el «entorno de seguridad de la Moneda», una especie de zona de su influencia ocupada por sus fuerzas.



La plaza de la Ciudadanía surgió como promesa bicentenaria y como recuperación de símbolos republicanos en el espacio público. El gobierno de Ricardo Lagos abrió los patios interiores del palacio de la Moneda a los ciudadanos, una expresión de reencuentro simbólico con «la otra democracia» (1925-1973). La plaza ideada era una continuación coherente con tal iniciativa: acercar al ciudadano a su centro cívico aledaño al ícono republicano de la democracia representativa: la sede del Presidente de la República.



La plaza fue concebida inicialmente como una unidad compacta, dividida por sutiles líneas que hacen senderos peatonales que cruzan en distintas direcciones y un mobiliario de bancos y farolas, funcional al carácter social del lugar. En su perímetro dos líneas de árboles y agua circulando a través de un conducto (simulación de acequia). y en los zócalos de los edificios lugares sombreados con arcadas para paseo y comercio.



Ese diseño de plaza quería rescatar la idea de la Alameda como un lugar polivalente: de paseos familiares de domingo, de fiestas cívicas y culturales, de conciertos y recitales, de manifestaciones sociales y políticas. Sin embargo, esta idea de ciudadanía ya ha sido recortada. Hay un lado norte y otro sur y, si no se soterra la Alameda (como estaba en su mentor), la partición se consolidará. Ambos lados han minimizado el área verde, en contraste el área dura. Y el mobiliario es inexistente.



Su lado norte, junto a La Moneda es, por ahora, un espacio vacío, un lugar de cruce de peatones, cuando se permite, algo así como un «no lugar», según Marc Augé, lo contrario al encuentro, a lo ciudadano, a lo republicano. La negación de la plaza. Su lado norte, al menos, parece un amplio y ornamental patio trasero del Palacio, donde unos pocos ciudadanos lo atraviesan bajo la perenne vigilancia policial.



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Pablo Portales. Periodista.








  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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